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Durante el verano, dormíamos en el patio de cara al firmamento, en catres de lona blanca; era imposible no fantasear con la inmensa bóveda negra plagada de polvo de cristal y de luceros…
NARRATIVA
Por Armando Terán Ross
Ganador del Concurso del Libro Sonorense 2009 en el género crónica
por su libro “Crónicas del callejón”. Este texto forma parte de esta obra.
—Desde Ciudad Obregón, Sonora, México, exclusiva de Culturadoor.com—
Imagen: www.jcolivera.com/…/hamaca_silvia-776155.jpg
Día de publicación: 11-Agosto-2009
En el patio de la casa había una hamaca y un limonero. A mis hermanos y a mí, nos gustaba enrollarnos en la hamaca como tamales y jugar a darnos vuelo hasta alcanzar el punto más elevado, y en ese instante, saltar de aquel chinchorro multicolor para tocar con las palmas de las manos el muro de enfrente.
El limonero de hojas pringadas de negro era el orgullo de mi padre. Cada fin de semana removía la tierra de su rodete con una pala y lo inundaba de agua con una manguera. El escuálido arbolito daba unos frutos pequeños, más dulces que ácidos, y sus azahares perfumaban el aire desde la cocina hasta el zaguán del abuelo. Aquel mundo de juegos terminaba de golpe frente al muro de ladrillo del gimnasio del Yaqui Márquez. El baño, estaba también en el patio, y sin calentador de agua, era en invierno una inconsciente evasión diaria en nuestra infancia suelta y callejera hasta llegar al olvido total. No así en el inventario del los trajines de las tías y de mi madre, que tras una denodada lucha cuerpo a cuerpo nos sometían a la tortura del estropajo de ixtle.
Durante el verano, dormíamos en el patio de cara al firmamento, en catres de lona blanca; era imposible no fantasear con la inmensa bóveda negra plagada de polvo de cristal y de luceros. En la temporada de aguas, la lluvia se dejaba venir en la madrugada. Como el redoble de un enorme y poderoso tambor nos despertaba el retumbar de la lluvia sobre el metal de la lámina de la cocina, y el pinchazo de las frías gotas de la lluvia arrancaba escalofríos de la piel soñolienta. Entonces, echábamos a correr arrastrando sábana y almohada hacia la protección de la vivienda, donde el calorcillo restante de la canícula nos esperaba para cobijarnos, como los tibios brazos de una madre donde recluíamos nuestro inconcluso sueño de niños, en alguna de las camas de la única recámara de la casa. Una atmósfera de aromas despertados por la humedad de la lluvia, subía entonces por los poros de mi nariz para sellar el pacto indisoluble con aquella morada de ladrillo y madera.
Me gustaba levantarme temprano y cruzar el patio para ir a la casa de mi tata Jesús. En su cocina, ya la tía mayor se encontraba amasando la dúctil pelota de harina y grasa para las tortillas del día. Más tarde el anciano venía a la pequeña mesa junto a la estufa, para tomar café negro que la tía colaba en la cafetera de peltre blanco. A veces, mi padre lo acompañaba, algún fin de semana cuando le ganaba la necesidad de comunicarse con el anciano solitario, prisionero ya de una melancólica vejez llena de recuerdos que a veces lo emocionaban hasta las lágrimas.
Mis cuatro hermanos menores despertaban más tarde. Amodorrados, vestidos con pantalones pochis, y descalzos, cambiaban el lecho por el comedor donde mi madre servía el consabido platillo del desayuno diario: un huevo frito con pringas de chorizo de puerco. Las pecosas hostias blancas inflamadas en el comal, caían luego sobre el mantel del comedor tras la exigente espera de los lagañosos comensales. En la tasa de porcelana, una cuchara celestina agitaba los dulces amores de la blanca afrodita con el negro lunar de bordes caoba del colado, y cada bocado reblandecía con el sabor de aquel brebaje matutino insustituible en nuestras vidas.
Imagen: www.posterspoint.com/laminas/pg/m/MUR23.jpg
Durante las vacaciones escolares, cada mañana de verano, una vez desayunada la tropa, y mi padre caminando hacia su negocio en el Mercado, no había más que hacer que salir muy de mañana hacia el callejón para encontrar con quien jugar.
Con excepción de los mandados al abarrote de la esquina, el día era nuestro por entero. Sólo lo ensombrecía la tortura del mandado de mediodía: salir de la casa para comprar las tortillas bajo el calor infernal de agosto. Yo debía caminar hasta el siguiente callejón, donde bajo un humilde techado de lámina negra yacía el inmenso comal donde las manos sudorosas de las torteadoras tendían blancas rondanas de masa. Había que tener una paciencia a toda prueba para esperar turno. El formidable fogón alimentado con grandes leños, añadía más temperatura al ambiente. Mas no era posible regresar a casa sin cumplir el ineludible mandato de llevar las tortillas para la comida, pues entonces abriríamos boca, no para iniciar los sagrados alimentos del día sino para berrear a grito abierto con la cueriza que seguramente nos esperaba por malmandados. Algunas personas solicitaban no uno sino varios kilos de tortillas; esto eternizaba la penosa espera dentro de aquel baño turco de la pobreza en que se transformaba la humilde vivienda de las torteadoras.
De regreso en la casa, había que preparar limonada. A veces me tocaba exprimir los limones y endulzar el agua en el pichel de cristal del que mi padre, al llegar sudoroso de su negocio, solía beberse la mitad de un tirón. Unos filetes de res adelgazados a fuerza de golpearlos sobre la tablilla (donde mi mamá también picaba la verdura) con una piedra de río, adobados de ajo y fritos en el renegrido sartén eran servidos con grandes rebanadas tomate. Este guiso, era la obra maestra entre los escasos recursos culinarios de mi mamá a quien la cocina no hizo feliz nunca, aunque con los años llegó a ser dueña de una envidiable sazón.
Imagen:farm1.static.flickr.com/45/112317276_11e9bd5f…
A las cinco de la tarde había que ir hasta La Sin rival por las conchas, los cortadillos y los torcidos: el pan de la cena. No había mucho de donde elegir, un vaso de leche hervida y un torcido relleno de frijoles refritos concluían la jornada de mi madre para alimentar a cinco aguerridos varones a quienes siempre batalló como dios le dio a entender, con el apoyo de una cristiana resignación que refrendaba cada domingo en la Capilla, y la ayuda incondicional de los fuertes brazos siempre dispuestos de sus dos hermanas mayores, a las que el señor bendijo con un celibato que les permitió hasta su muerte alardear de ser unas verdaderas damas con temor de dios. Mujeres grandes y recias, acostumbradas al trabajo, dueñas de frondosos cuerpos que en ocasiones emperifollaban con aires de una alcurnia con la que alguna vez las invistió la sociedad de otra época.
Armando Terán Ross: arteross_3@yahoo.com.
Armando Terán Ross, (Ciudad Obregón, Sonora, México), fue designado como ganador del Concurso del Libro Sonorense 2009 en el género crónica por su libro “Crónicas del callejón”, que firmó con el seudónimo Elmer Cuervo. El jurado de este certamen, auspiciado por el Instituto Sonorense de Cultura, calificó la obra de Terán como un “texto original que entrelaza la memoria personal con la memoria histórica sonorense a través de un lenguaje íntimo y entrañable cercano a lo poético; de igual modo sobresale el uso creativo de los recursos en la recuperación de los territorios de la infancia y adolescencia en un entorno regional”.
Por: Cecilia Soqui Roman en Aug 26, 2010
Muchas felicidadades Sr. Armando Teran, por este bellisimo escrito, realmente lo disfrute.
Por: Ana Lucía en Jan 4, 2013
Se me hizo agua la boca con las memorias. Me gusta mucho esta parte por detallista y a la vez precisa. Llenas de colores las palabras que usas. Un beso y un abrazo.
Ana Lucía
luterann@gmail.com
Por: Maria Isabel Martinez Bovey en Apr 28, 2013
Armando, leí únicamente el inicio de tu libro que aparece aquí e inmediatamente me remonté a mi querida Sonora, llenándome de emoción y con la piel de gallina, como decimos por allá, realmente evoqué mis propios recuerdos… me muero por leer el resto de tu libro. Abrazos, Isabella.
María Isabel Martínez Bovey
isabelbovey@hotmail.com
Por: Leticia García en May 3, 2013
Realmente disfruté mucho esta lectura, me trasladé totalmente, sentí el frío, la lluvia, el calor, el aroma de las tortillas, del guisado, pero sobre toda la calidez del hogar, la convivencia familiar, la niñez, qué recuerdos!…lograste remover los recuerdos propios, que manera de expresarte FELICIDADES!
Leticia García
angelsgcl09@hotmail.com