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Desde ese momento el abuelito ya no dejó de pensar en otra cosa. Los siguientes días y los que siguieron, sólo pensaba en tener un abuelo poeta, y convencido que no bastaba soñar despierto para lograr su propósito, decidió hacer algo extraordinario para él: ¡Acostarse a DORMIR!
NARRATIVA
Imágenes: Internet
Por Daniel Camacho Higuera
—Integrante de Escritores de Sonora, A.C. , desde Hermosillo, Sonora, exclusiva de Culturadoor.com—
Día de publicación: 1 Septiembre 2009
Don Atilano había nacido en la Antigua Pitic. Era un abuelito de hábitos pueblerinos, madrugador, amante del café, y disfrutaba más sus lecturas sobre las hamacas. Una colgada en el portal y la otra bajo los árboles. Los clásicos eran sus favoritos. Su autor consentido era León Felipe, sobre todo sus poemarios. Los había leído y releído tanto, que logró aprenderse de memoria, todas y cada una de sus poesías. ¡Ah!, pero el abuelito aseguraba que la mejor manera de homenajear al poeta era leyendo sus inspiraciones. “¡La declamación es otra cosa!,” refunfuñaba.
“¡Que lástima que yo no tenga un abuelo que ganara una batalla, retratado con una mano cruzada en el pecho, y la otra mano en el puño de la espada!” El abuelito leía eso en voz alta el día que dejó en ese punto su lectura y se dijo: “Yo no tuve abuelos. Cuando nací habían muerto. ¡Sería yo el mortal más dichoso si tuviera un abuelo poeta como León Felipe!”
Desde ese momento el abuelito ya no dejó de pensar en otra cosa. Los siguientes días y los que siguieron, sólo pensaba en tener un abuelo poeta, y convencido que no bastaba soñar despierto para lograr su propósito, decidió hacer algo extraordinario para él: ¡Acostarse a DORMIR! Y se quedó súpito, o sea bien dormido.
Le habían platicado del Ministerio Registral de Talentos, un complejo sistema ergenomático del Estado, y fue a buscarlo. Ahí, sobre un círculo de acero incrustado en los mosaicos, esperó erguido. Una cortina de carbono cristalino se abrió frente a su nariz, y de una pantalla plana de cristal líquido apareció el ojo láser del Reactor Genomático. Luego de registrarle sus componentes físicos, vinieron en movimientos caleidoscópicos las formas de su rostro a ritmo de tambora. Y terminó la sesión, reduciéndose las imágenes paulatinamente, y al llegar al punto de fuga, en la pantalla apareció una sonrisa femenina, jamás vista por el abuelito. Aquella computadora tenía una sensualidad tan dulcísima, que parecía realmente una presencia femenina por sus olores.
! Ah!, pero cuando le dijo: “¡Muñeco, dame tu nombre completo, código y sexo original!,” se le achisparon todos los sentidos al abuelito. ¡Órale!, entonces con rejuvenecido ánimo, engalanó lo mejor que pudo su voz y le recitó todos los datos.
La voz femenina le volvió a hablar:
— ¡Ahora transfiere cinco dólares canadienses o diez americanos al Genomático!— El abuelito obedeció.
— Gracias. ¡Ahora un cabello! — y el abuelo trabajosamente se arrancó los pocos pelos que le quedaban en la nuca.
Segundos después, la misma voz pitoflera le ordenó:
— ¡Muñeco, coloca tu hombro izquierdo! Te inyectaré tu chip líquido del registro Cosmogenomático. Muñeco, ¡memoriza tus derechos! El Ministerio se reserva la potestad de tu idea. El Estado tiene potestad de usarla cuando así convenga. El pago hecho es abono a la DEE nuestra (Deuda Externa y Eterna). ¡Ahora haz tu exposición verbal, apegándote al CL (Código Universal de Laconismo)!
El abuelito tomó todo el aire que pudo en sus pulmones y gritó:
— ¡QUIERO REGISTRAR A LEÓN FELIPE COMO MI POETA ABUELO!
El abuelito dijo todo eso tan fuerte, que aquel extraño túnel de líquidos cristales en movimientos, se colapsó. Luego, el “Allegro 4” de Schubert tranquilizó el ambiente y al terminarse las ondulaciones mega ciclónicas, la edecán con tono dulce, lacónico y académico, lo concerniente a la obra y vida del poeta León Felipe, cerró el encantamiento del abuelito con relampagueantes letras de variadas tipologías, idiomas y colores, que bailaban al ritmo de marciales fanfarrias la palabra: A C E P T A D O… ACEPTADO…
Luego, la mano enguantada que salió por la claraboya le obsequió el pergamino de lámina policarbonítrida con esta leyenda:
Título al Derecho Autoral.
León Felipe es Abuelo Poeta de don Atilano, Ciudadano Universal. La fecha y, salvando las fotos del trío gobernante del Hemisferio Zurdo, el articulado en estos términos: ÚNICO: Don Atilano C. U., tiene como limitante de caducidad a este derecho autoral, un accidente Genomático en sus descendentes. Y subrayados con luces fosforescentes los elementos de su genoma.
Esa noche el abuelito celebró aquel acontecimiento. Los invitados fueron sus mejores amigos: los libros. Pero luego del regocijo pensó que podría estar soñando. Intentó varias veces despertarse con pellizcos, pero se quedó en eso…y mejor se puso de pie.
El resto de la noche la ocupó organizando algo misterioso, y de nuevo volvió al Ministerio Registral de Talentos con una docena de solicitudes en micros CDR´s, con el mismo propósito anterior. Siguió las mismas rutinas, pero le fueron rechazadas todas.
La voz de sensualidad única de la vez anterior se convirtió en graznidos como de bruja enojona, que le gritaron:
— ¡Sus nietas y nietos no pueden registrar poetas ni poetisas como abuelitos y abuelitas! ¡A NADIE! ¡Están agotados! ¡La Internet se atascó el mismo día con esa estúpida novedad tuya, del abuelo poeta!
— ¡Siquiatras idiotas, sicólogos indolentes!— gritó el abuelito.
— ¡Ya vendrá una generación de nietos inteligente, que inventará lo más relevante la…! ¿La maldita Ergonomía para qué sirve? ¡Díganme! ¡Para maldita la cosa! ¡Los nietos del futuro inventarán lo que separe al hombre de la maldita…, la inventarán… mensos, la inventarán!
Se regresó caminando, como había llegado. Se paraba a tomar algún respiro bajo los árboles del bulevar, y ya muy cansado se refugió en el “Pluma Blanca”, un bar casi en ruinas. Se trepó en la barra de concreto, y allí le soltó otro discurso a la soledad:
— ¡Los poetas, los abuelos, sólo ellos podrán salvar al mundo! ¡Sólo ellos! ¿Me oyen cibernéticos, ilotas de la Internet? ¡Eunucos descerebrados! ¿Están sordos?
Nadie lo escuchó. El tráfico vehicular opacaba la sinfónica endulzadora de recuerdos musicales, de sus quiebres de cintura y pelvis del abuelo. Mientras el fantasma del flaco Ismael Mercado Andrews bailaba frenéticamente “Ahí viene la Plaga, me gusta bailar, ahí viene la plaga…,” entre los reconfortantes olores de orines, tabaco, cerveza podrida y abandonos.
El abuelito intentó despertar cuando los camilleros cerraban la puerta trasera de la ambulancia. Su alma medio se mezclaba con el ulular de la sirena. Un segundo intento quedó en eso. El albañil vio que se movía y cerró la ventanilla de cristal, apuró la caguama y la mezcla cubrió su ataúd.
En su lápida horizontal, el epitafio: “Para enterrar a nuestros muertos cualquiera sirve, menos un sepulturero, que no sabiendo los oficios, los hacemos con respeto”. L. Felipe
Contacte al autor: danielchiguera@yahoo.com