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Bajo sus pies una serpiente maligna muere aplastada, con un perverso gesto de desesperación
CUENTO
Por Kepa Uriberri
—Desde Chile, especial para Culturadoor.com—
Día de publicación: 22-Abril-2008
No fue fácil hacerlo. Primero, como hombre de fe, y aunque no lo veía en ninguna parte, le dije: “¡Hola Dios! ¿Cómo estas?”. No esperé que me respondiera, porque se supone que Él habla en silencio, y se da a entender. Así que seguí: “Mira Dios” le dije, “tengo un grave problema. La empresa donde trabajaba se vendió, ¿Tú lo sabías, no?; bueno pues resulta que el trabajo que hacía yo, era de confianza, ¿entiendes?, entonces los dueños nuevos traen a otro tipo, que es de su confianza, y yo me voy a quedar cesante”. Me quedé esperando un rato, que me hiciera algún comentario, pero si lo hizo, fue tan bajito que no lo escuché. Asumí que me habrá dicho algo así como: “¡Qué lamentable, hombre!, ¡qué lamentable!”. Así que continué: “Bueno Dios, entonces lo que yo quería era que me echaras una manita, para conseguir otro trabajo. Yo entiendo esto de A Dios rogando y con el mazo dando, así que he estado mandando currículos a todas partes, pero no pasa nada”. Creí que en silencio me decía: “¡Paciencia hombre!, ¡paciencia! Cuando yo cierro una puerta, siempre abro una ventana”. Me atreví a preguntar: ” ¿Y demorará mucho esto? Mira que tengo unos dividendos carísimos, tres hijos en el colegio, y otro en año sabático”. No oí nada, ni siquiera en silencio, entonces pensé que era más diplomático no urgirlo, así que le dije no más: “Bueno Dios, te agradezco tu interés, y quedo esperando tu decisión, que no me cabe duda que va a ser la mejor”.
Tal como le había contado a Dios, me echaron una semana después. Pero, con su ayuda, el desahucio era bueno, y me permitiría arreglarme durante algunos meses. En ese entonces hablé a menudo con Él. Reconozco que nunca logré oír sus respuestas, dichas tal vez en voz demasiado silenciosa. Con el tiempo, cuando el desahucio se fue acabando, comencé a pensar que tal vez no me había escuchado. No pensé que fuera mala voluntad, o desinterés, sino que creí que Él también estaría demasiado ocupado. Entonces entendí a esa gente que era devota de algún santo, o de la virgen María. Como la desgracia, y las dificultades le bajan la estima personal a uno, pensé que tal vez era mejor empezar por abajo, en la burocracia celestial, y recurrí a un santo que me dijeron que era milagrosísimo. Así que le llené un petitorio, le hice una oferta, a cambio, ya que normalmente, como los santos fueron humanos, se entiende que ha de haber algún tipo de comercio. Y me quedé esperando. Bueno, esperando no. Yo seguí haciendo mi parte, porque no hay que ser sinvergüenza, ya que siendo ellos celestiales, consideran tu mérito. Tampoco oí la voz del santo, pero asumí que la solicitud estaba corriendo. Para apurarla (tal vez ese fue el error), comencé a cumplir parte de mi oferta, por adelantado. Pasó el tiempo, y ya no me quedaba desahucio, y nada pasaba. Pensé entonces, que tal vez no era cosa de negociar con un santo medio pichiruche, y cancelé el contrato. Lo que pagué por adelantado, lo di por perdido. Le hablé a Dios, sin seguridad de que me escuchara, y le dije que lo que había mandado a través de su santo, lo diera por regalado, como reconocimiento de todo el tiempo que me había favorecido. A mí mismo me dije: “Seguro que no me oyó, pero el mérito ha de ser igual, para cuando se dé cuenta”. En ese tiempo, solía decirme ese tipo de cosas, para conformarme.
Por esa época era el mes de María, así que decidí hacerlo entero. Ir todos los días y hablar directamente con la secretaria de Dios. Ella si que está cerca como para darle un recado. Es seguro que por eso hay tanto devoto de la virgen, pensé. En mi parroquia hay una virgen María preciosa, con unos ojos azules lindísimos, y vestida toda de blanco con telas verdaderas, y velos de tules, que cubren su cabeza coronada. En su brazo izquierdo sostiene a un niño Jesús, también coronado, que juega con un mundo entre sus manitos. El otro brazo de la imagen se extiende generoso hacia nosotros, acogedor. Bajo sus pies una serpiente maligna muere aplastada, con un perverso gesto de desesperación. A cada lado de la virgen se ha colocado diversos jarrones con ofrendas de flores blancas y siempre frescas, aún húmedas, para honrarla en su mes. Más a la derecha, adornando el altar mayor, pero de un tamaño algo más pequeño, y suspendida de las vigas de la cúpula moderna del templo, una imagen de un Cristo crucificado, cuelga abandonada. El Cristo, con el costado herido, y una enmarañada corona de espinas presenta una intensa profusión, casi barroca, de sangre que mana de su frente, del costado abierto y otras heridas difusas; tanto como de sus manos y pies. Sus ojos miran hacia algún horizonte lejano, como pidiendo atención en su triste condición, que disputa el fervor desfavorablemente, con su madre que viste casi lujosa, para sus festividades personales.
“Oh María, durante este bello mes bendito, consagrado a vuestra gloria, todo resuena con vuestro nombre y alabanza…” vamos rezando todos, y mientras más nos adentramos en la fulgurante y ominosa primavera, que culmina con la gran fiesta de María Santísima, me voy sintiendo más y más traidor con esa imagen del Cristo colgado de las vigas, a quien nadie mira ni festeja. Me siento terriblemente contradictorio, ya que le prometí, tal vez inconscientemente, a la hermosa virgen de blancas vestiduras, honrarla con fervorosa devoción, y llevarle cada día de su mes una rosa blanca, que he ido colocando religiosamente a sus pies; mientras nuestro redentor, que cargó con toda la responsabilidad y el peso de la cruz, está ahí, empequeñecido e ignorado, como si el triunfo fuera de ella. Claro, yo tenía la obligación, por otra parte, y así se lo expliqué al Cristo, mientras el cura hacía sus prédicas; de conseguir que Dios me arreglara mi situación de trabajo, ya que a estas alturas estábamos comiendo pan sin mantequilla en mi casa, mientras yo invertía la plata en halagar a su madre, con la rosa blanca que cada día me costaba mil pesos; para que ella le diera mi recado a Dios. ¿Qué otra cosa podía hacer? Un día, mientras divagaba con esta idea, creí oírle decir que no tenía importancia, que Él se sentía honrado de que a su madre la festejaran de este modo, y que como hijo amoroso, nos había encomendado a todos con ella, cuando estaba al pie de la cruz con el apóstol Juan. Casi me sentí aliviado, pero entonces me di cuenta que la voz era demasiado nasal y engolada, como la del cura, y me percaté que había sido éste y no el crucificado quien me hablaba desde el púlpito.
Pasó el mes de María, pasó Navidad, casi sin fiesta, pero con largas explicaciones a los niños, aún demasiado chicos como para comprender que la falta de regalos no era egoísmo del viejo de pascua, y que esta fiesta estaba destinada a recordar el nacimiento del niño Jesús, aunque nunca había sido así hasta ahora. Mientras tanto, todos los demás niños seguían igual que siempre festejando la bicicleta, la patineta, el videojuego, o el computador de última tecnología. También pasó el año nuevo, y las vacaciones, con su extraño contrapunto de explicaciones: “¿Por qué, si estás más en vacaciones que nunca, justo ahora, no vamos a ninguna parte?” preguntaban. “Bueno Dios sabe por qué crestas hace las cosas, porque lo que es yo, no comprendo nada tampoco”, respondí ligeramente exasperado, ya que Él me había cerrado la puerta, y se demoraba tanto en abrirme la ventana.
No. No es que le quisiera pedir cuentas. Me imaginaba primero que tal vez estaba con demasiado trabajo con gente tanto más necesitada. También pensaba, que tenía otros quehaceres, y que estos se los encargaba a la secretaria, que no sabía como solucionarlos, entonces se los archivaba, mientras Él se desocupaba. Llegué a pensar que la burocracia celestial, con María a la cabeza, aburridos de pasarle recados, que Él miraba y tiraba a la basura, ya ni se los entregaban. Los leían y los botaban, y tal vez Dios de vez en cuando pregunta por alguien, por ejemplo: “¿Qué ha sido del Yeison, ese que se quedó cesante en junio pasado? ¿Le consiguieron algo?”, entonces María le decía: “¡Ah! Sí, ha estado viniendo con mandas, y limosnas, que le cuestan muchísimo. Es un majadero. A veces está aquí abajo mismo rezando y rezando padrenuestros, y avemarías, para comprar un favor”. “¿Y…?” pregunta Dios. “Y nada” dice la virgen, “si esto no es un negocio, donde se transa beneficios”. Dios seguramente se encogerá de hombros, pensando que la secretaria tiene razón, después de todo. Pero yo me digo: “Bueno, y ¿qué crestas hago? Si no consigo que sea su voluntad que yo consiga trabajo: ¿entonces qué?”.
En una entrevista, a la que fui el otro día, me encontré con un amigo. Por desgracia el tiene un cargo muy menor ahí, y no podía hacer nada. Pero estuvimos conversando, y el me dijo que si no tenía alguien que me apoyara, jamás iba a conseguir trabajo. “Hoy en día” opinó, “si no tienes alguien que te apuntale, estás perdido. Todos los trabajos se dan por amistades, y contactos”. Bueno yo no los tengo, no conozco gente importante, pero tengo el mejor contacto, pensé, y casi señalé para arriba, hacia donde está Dios. Estuve a punto de decirle: “Bueno que mejor contacto que Dios mismo. Él es mi amigo, y además he estado todo este tiempo hablando con su propia madre”, pero sentí vergüenza. Además me acorde del Cristo colgado, en segundo plano en mi parroquia, cerca de la imagen de María, toda emperifollada, mientras Él moría eternamente disminuido. Esto me dio más vergüenza, y me hizo sentir inconsecuente. Me di cuenta que me avergonzaba de mi creencia, de mi pensamiento, y que no estaba ni siquiera para dar testimonio de ellos. Entonces, recién me di cuenta que me habían abierto una ventana, y comencé a cambiar.
Kepa
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Kepa Uriberri nació, con otro nombre, el dos de julio de mil novecientos cuarenta y ocho, y estudió ingeniería en la Universidad Católica de Chile. Durante su vida productiva, con poco éxito, se dedica a levantar su pequeña empresa de servicios, mientras gasta su tiempo libre en el arte, primero en fotografía donde alcanza poca notoriedad, luego en literatura, donde sólo consigue cambiar su nombre verdadero por este con que ahora firma. Además de eso no ha tenido éxito alguno. Nada más.