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De la Habana a Camagüey, de Arturo Soto Munguía, más que breve es concisa, precisa, y propone una Cuba divertida, aferrada a esa situación de resistencia. Incluye también las virtudes de los cubanos: prestos a la revolución, la música, el deporte, la pasión…
RESEÑA
(Se reproduce la crónica “Transporte extremo”)
Por Carlos Sánchez
—Especial de Culturadoor.com—
Día de publicación: 4-Julio-2008
Un paseo por la nostalgia, la resistencia, por la pasión arraigada en los genes de los cubanos. De la Habana a Camagüey (ediciones La Cábula, 2006. Hermosillo, Sonora) nos regala en siete crónicas la lúdica crueldad de personajes presos en el paraíso -visto por extranjeros-, que significa la isla.
Treparse a un Camello (transporte habanero) resulta para el cronista Arturo Soto Munguía un deporte extremo donde se impregna de los olores de una frondosa cubana que apunto está de vaciar sus líquidos intestinales en la humanidad del escritor.
Con su agudeza natural el cronista resuelve con la risa el dolor que el olfato le transmite a su vientre. Y antes que tratar de huir de la situación, concluye con la posibilidad de sablear a la dama para que ésta le venda un cuartito de la cruda que se carga.
Reírse de lo más trágico está en las páginas de este libro, estilo, más que extremo, bordado desde siempre en los textos de Soto Munguía.
Un par de horas basta para que el lector goce en su recorrido las páginas de esta Habana cronicada, y un par de líneas son suficientes para acceder a la entraña de la nostalgia, esa que el autor se trajo dentro de la bolsa de su pantalón impresa en un papel a menara de carta.
La nostalgia es sinónimo de dolor si la mirada se topa con esas líneas redactadas a prisa, a las siete de la mañana, en el Aeropuerto Internacional de Cuba. Y se agudiza si la caligrafía pertenece a una dama que rebasa los cuarenta y ve en el tipo que se aleja, la partida de su último tren. ¿Qué estaría pensando el azar al momento de elegir a Soto Munguía como la posibilidad del mensajero para que la misiva llegara a las manos del amado que parte?
Arturo suelta en la crónica que cierra el libro, la historia de esa carta que transcribe íntegra, y que la arroja a los lectores como una botella al mar, con la esperanza puesta en la espera de que algún día el contenido llegue a la mirada del destinatario.
De la Habana a Camagüey más que breve es concisa, precisa, y propone una Cuba divertida, aferrada a esa situación de resistencia. Incluye también las virtudes de los cubanos: prestos a la revolución, la música, el deporte, la pasión.
Contacte a Carlos Sánchez: abigaelsc@hotmail.com
CRÓNICA
(Incluida en De la Habana a Camagüey)
Bufan con el ruido de un motor a diesel diseñado para máquinas cortadoras de caña, pero modificado para instalarse en los Camellos, el medio de transporte que mueve al 80 por ciento de la población habanera. En su parte superior, cuentan con dos jorobas que les valieron la popularización de su mote: Camello…
Picasa Web album
Transporte extremo
Por Arturo Soto Munguía
Camello.- Nombre científico: Camelus Bactrianus.
Nombre cubano: Extremis Culerus.
Subirse a un camello en El Caribe debería ser prohibido para todos aquellos que no acrediten un curso previo en la estación Pino Suárez del Metro en la Ciudad de México.
En hora pico, desde luego.
Los Camellos tropicales son unas como bestias monumentales que reptan bufando ruidosa y desacompasadamente por las calles de La Habana, recogiendo una muestra variopinta de la población, con la que luego montan un performance de olores y colores; de formas y sonidos que fluyen con la naturalidad de lo habitual, con el desenfado de lo cotidiano.
Esas tropicales criaturas jorobadas de color sepia, parecen salidas de un documental de la II Guerra.
Bufan con el ruido de un motor a diesel diseñado para máquinas cortadoras de caña, pero modificado para instalarse en los Camellos, el medio de transporte que mueve al 80 por ciento de la población habanera.
Son unos furgones de ingeniería bizarra, más largos que la esperanza de un pobre.
Tirados por un tractocamión, su diseño es como el de un gigantesco motorhome con capacidad para 500 habitantes, cuatrocientos de ellos de pie.
Cuenta con tres puertas que indistintamente sirven para subir o para bajar, aunque en ocasiones no se puede hacer ni una ni otra cosa y entonces, por los mismos 20 centavos que cuesta el pasaje, usted puede dar la vuelta a La Habana en un tour que dejará extasiados a los amantes del underground.
En su parte superior, cuentan con dos jorobas que les valieron la popularización de su mote: Camello, por encima del nombre con que fueron oficialmente bautizados: M-6, que suena como a fusil de asalto.
El recargón y el tallarín son más obligados que inevitables, en un espacio que puede ser tan breve como un atraco, o tan eterno como un beso.
Eventualmente, en las entrañas de esos cacharros llegan a coincidir unas trescientas personas, incluyendo a las que van colgadas de puertas y ventanas, rompiendo el aire con sus chillidos y alharacas.
Ahí viaja don Félix, un cocinero al que se le han quemado más de dos sopas y que nos advierte los peligros de subir a la herrumbrosa bestia urbana.
Comedidamente y con tono casi paternal, paga nuestro pasaje, y nos regala un catálogo oral de medidas preventivas contra actos vandálicos y de sabotaje a las partes más nobles del organismo.
Va también un santero de la religión Yoruba, aportación cultural de los esclavos africanos llevados a la isla durante el siglo antepasado. Visten todo de blanco, no siempre son negros, y comienzan a ser notables en las calles de La Habana.
También va una haitiana con rastas, que amamanta a su hija -también con rastas- mientras disputa con el Yoruba la supremacía en eso de la magia blanca y la magia negra.
En los Camellos aún funciona el viejo método de cortar con una navaja de rasurar, la bolsa trasera del pantalón, para una extracción sin dolor, de la cartera.
Los Camellos rara vez son abordados por los turistas, excepción hecha de aquellos con cierta inclinación por los deportes extremos.
Y es que se requieren nervios de acero, no para librarse de una cuasi violación multitudinaria, sino para pasar sin desmayarse, por ejemplo por los ojos entornados de una negra con cara de parturienta, a la que alguien sostiene por detrás, tomándola de su brevísima cintura.
La negra es flaca y alta casi hasta el techo, y parece enferma. Se coloca frente a mí y desde las alturas, me baña con su aliento de ron y me dan ganas de decirle como se dice en mi tierra: “véndeme un cuartito de la peda que traes, bárbara”.
Sus pechos pequeños y filosos me dan en la frente inevitablemente, y aunque a ella parece angustiarle la evacuación inminente de vómito que pretende contener llevando el puño de su mano a la boca, no le angustia más que a mí.
Miro hacia arriba y sus ojos están sonmnolientos y enrojecidos; aprieta su mano contra la boca y yo casi veo un torrente de líquidos y sólidos revueltos entre olores predeciblemente gachos.
Allá, en el fondo, muy en el fondo de sus ojos extraviados, veo un instante de compasión, antes de que voltee a otro lado y doble su espigado cuerpo con un gruñido doloroso que se pierde entre la escandalera de gritos y maldiciones que convierten el Camello en un manicomio.
A salvo en la banqueta, limpio los zapatos con un ejemplar del Granma que trae en su primera plana una foto de Fidel en pants rojo, compartiendo un pastel con Hugo Chávez.
Contacte al autor: chaposoto67@hotmail.com