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NARRATIVA REAL
Como es usual, nunca falta un parroquiano al que se le pasan las cucharadas y empieza a sentirse Pancho Pantera en calzoncillos. Al poco tiempo empezó a ponerse ofensivo.
Por Oscar L. Cordero
Ese viernes empezó como comienza cualquier viernes. Salimos del trabajo mi amigo Antonio y yo y, luego de quedarnos de ver un poco más tarde, nos despedimos. Dos horas después, ya obscureciendo, nos encontramos en un popular bar que estaba cerca de la esquina de las calles Ashland y Bryn Mawr en North Chicago. Pedimos dos apetecibles tecates con limón y sal y nos sentamos frente a la barra. Nos pusimos a platicar, mientras los envases vacíos se empezaron a acumular al son de la música que provenía de la radiola. De vez en cuando éramos interrumpidos por el infernal ruido del tren elevado que pasaba cerca de la cantina, cosa que sucedía cada quince minutos.
Como es usual, nunca falta un parroquiano al que se le pasan las cucharadas y empieza a sentirse Pancho Pantera en calzoncillos. La persona sentada a un lado de mi amigo trataba de decirle algo pero, como estábamos en medio de animada conversación, Antonio no le prestaba la atención que él requería. Al poco tiempo empezó a ponerse ofensivo.
Precisamente en el momento en que mi amigo y yo decidíamos mudarnos de lugar para evitar su molesta presencia, sucedió: nos poníamos de pie cuando el rijoso, de pronto, golpeó a mi amigo en la cara. Antonio se abalanzó hacia él contestando la agresión y ambos rodaron al suelo. Cuando estaban poniéndose de pie, mi amigo vio que el otro trataba de sacar una pistola que escondía en su cintura. Antonio, en un esfuerzo desesperado, le alcanzó a arrebatar el arma de la mano, pero el contrincante se lanzó hacia él para quitársela a su vez. Antonio no tuvo más remedio que estrellarle la pistola en plena cara, sólo que lo peor que podía suceder en ese momento…ocurrió.
Al propinarle el golpe en el rostro la pistola se disparó y el tipo cayó al suelo con la cabeza llena de sangre. Nos importó un cacahuate el no haber pagado la cuenta y salimos corriendo a toda velocidad hacia el carro. Al tratar de abrir la cerradura de la puerta del lado del chofer, no pude. Me fui a abrir la puerta del otro lado, y la llave se quebró. La policía debió haber estado por ahí cerca porque en medio minuto nos tenían rodeados. “De que la suerte es mala…”
Mientras nos esposaban las manos por la espalda, observé un carro igual al mío estacionado enfrente del mío, y entendí por qué no lo pude abrir.
***
—¡Ahora si nos llevó la chingada!—dijo Antonio, ya en prisión— bueno, a mí, no a ti porque yo fui quien lo mató.
—Tanto peca el que mata la vaca cómo el que le jala la pata—le respondí.
—No. Tú no. Todos saben que yo le di el golpe.
Se quedó callado un momento, pero no tardó mucho en decirme:
—Yo sé que voy a estar mucho tiempo en la cárcel, si es que no me dan pena de muerte—y volvió a callarse otra vez.
Miré a mi alrededor a través de las barras de hierro y vi las celdas que rodeaban la nuestra: estaban llenas de cholos y de afro americanos, sólo dos pinches bolillos. A medida que el tiempo pasaba, mi mundo se estrechaba más y más hasta hacerme sentir una fuerte opresión en el pecho. ¡Estábamos presos por una obscura jugarreta del destino! ¡Podíamos ser sentenciados a muerte o a prisión de por vida… o a treinta o cincuenta años tras estas frías barras de hierro y tan sólo porque a un borracho estúpido se le ocurrió buscar camorra!
— ¿Qué madres vamos a hacer ahora, güey?— le pregunté asustado.
—Tú no te preocupes. A ti te van a dejar salir pronto. La bronca es conmigo. Tú vas a salir, pero necesito que me ayudes. Yo no quiero que mis padres sepan de todo esto. Sufrirían mucho, ¿me entiendes? Necesito que les escribas una carta y les digas que me fui a Nueva York, a Philadelphia o a donde quieras; diles que me fui siguiendo a una vieja y que, en el futuro, no les voy a escribir porque estoy enojado con ellos. ¿Me entiendes? Te voy a dar la tarjeta del banco para que saques el dinero que tengo ahorrado. Son como cinco mil dólares. Vas a tener que conseguirme a un abogado para que trate de sacarme.
¿Qué no?
—Si, hombre.
Un poco después, un celador fue por mí y, luego de hacerme firmar unos papeles, me dejó en libertad. Tomé un taxi y llegué a mi apartamento para empezar a hacer llamadas como loco a todos mis amigos; tenía que informarles de los recientes sucesos para ver qué podíamos hacer por Antonio.
Había pasado escasamente una hora de mi salida de chirona cuando, de pronto, la puerta a la calle se abrió y en el umbral apareció ¡el presidiario!:
—¡¡Quihúbo, cabrón, aquí estoy!!—Gritó Antonio— ¡Estoy libre!
— ¿¡Cómo le hiciste para salir, cabrón!?—le pregunté.
— ¡No me lo vas a creer, sencillamente no me lo vas a creer! Yo estaba en la celda todo agüitado, pensando en la cantidad de años que me darían de condena cuando, de repente, abrieron la puerta de la celda y… ¡entró el muerto, cabrón! Traía su camiseta enredada en la cabeza manchada de sangre, pero eso fue todo. Lo único que tenía era ¡una cortadita de dos centímetros! ¡De puro gusto lo agarré a chingazos otra vez, güey! Sólo que el celador nos apartó rápido. Bueno, pa’acabar pronto, únicamente nos dieron infracciones por “ebrios y escandalosos” y nos dejaron libres.
¿Cómo la ves? ¿Vamos por otro seis?
— ¡Pos vamos!
Oscar L. Cordero es autor de Entre la Sed y el Desierto. Su obra más reciente es la colección de cuentos De mi Tierra al Espacio.
Para adquirir sus obras llame:
En Phoenix, Arizona: 602-977-0406 y 602-264-5011.
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En Internet: www.orbispress.com
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