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UN CUENTO

Por eso necesito un carro, madre, no quiero ser el hazme-reír del pueblo. ¡Un abogado en bicicleta! ¿Dónde se a visto eso, madre?

Por Oscar L. Cordero

Leopoldo Polo Gonzaga sabía que nadie en el pueblo merecía regalarse un vehículo decente más que él, pues acababa de graduarse de abogado. Para cualquiera que no fuera él era difícil imaginar los sacrificios y estrecheses por los que había pasado a través de años de esfuerzos y privaciones, con tal de lograr la honrosa meta de llegar a ser el primer abogado del antiguo y orgulloso pueblo de Arroyo Seco. Cuando Leopoldo Polo Gonzaga le anunció a su madre su proyecto a futuro inmediato, se dio cuenta de que tendría fiera oposición.

—¿Pos qué tienes en la cabeza, Polo?—le había preguntado su madre después de parar de lavar trastes—¿Todavía quieres que me siga matando, lavando ajeno, alistándoles ropa a ti y a tus hermanas, cuidando que no les falte lo necesario, para que finalmente, al conseguir tu primer trabajo, tú decidas comprar carro, en vez de ayudarme con los gastos de la familia? ¡No lo puedo creer!—dijo la matrona resollando—Después de que a tu padre le dio por agarrar la borrachera y olvidar sus obligaciones para dejarme a mí sola la responsabilidad de la familia. Esto es duro m`hijo… no sé si lo pueda soportar.

—Mire, madre, usted no me va a entender porque no está en mis zapatos—le contestó Leopoldo sin muchas esperanzas de ser comprendido.

—¿Dónde a visto usted, madre, a un peón de rancho conducir un mejor vehículo que el vehículo que conduce el abogado que lo defiende? ¿Dónde? ¡Contésteme, madre! ¿Sabía usted, madre, que Wilebaldo Pérez, el peón de la huerta manzanera “Las Delicias” a quien estoy defendiendo de las atrocidades del dueño, maneja una bicicleta mejor que la que yo traigo? Por eso necesito un carro, madre, no quiero ser el hazme-reír del pueblo. ¡Un abogado en bicicleta! ¿Dónde se a visto eso, madre?

La señora terminó de lavar trastes y secándose las manos; convencida por la elocuencia de su retoño, más que preguntar, afirmó:

—Pero, creo que ni manejar sabes, m`hijo.

Mamá, me llaman el “Andretti” del pueblo. Usted no conoce al nipón Sayto, el que se graduó junto conmigo. Pues él me presta su Belvedere de vez en cuando, y lo manejo a las mil maravillas. ¿Cómo la ve?

Decidido a comprar auto, Polo Gonzaga aceptó la oferta de un tío de él recién llegado de E.E.U.U. El tío le había dicho que el carro que le ofrecía era uno de los mejores y más modernos carros que había en el “otro lado”, así que, Polo consiguió un préstamo por la parte del dinero que le faltaba y en un abrir y cerrar de ojos el trato se efectuó. Justo después de entregarle a Polo las llaves del auto, el tío y su esposa prosiguieron el viaje de vacaciones hacia el sur de la república.

Leopoldo Polo Gonzaga no lo podía creer, a la puerta de su casa tenía estacionado un flamante Grand Vitara rojo, cuyo resplandor contrastaba con el lánguido color grisáceo de las paredes de adobe de su casa. Lo estuvo admirando por un momento, y se divertía viendo a sus hermanitas entrar y salir del carro como locas, encendiendo y apagando la radio. Se fijaban en los manómetros del tablero y presionaban cuantos botones encontraban. Polo Gonzaga se admiraba a sí mismo cuando veía a sus hermanas como aspiraban, hasta llenarse los pulmones, del olor a desodorante que la tela de los asientos despedía.

No tardaron mucho en proponerle que las llevara a dar una vuelta.

—Está bien— les dijo, severo— límpiense los zapatos y súbanse pues…

Se acomodaron en el vehículo, Polo lo encendió; puso la palanca de la transmisión en drive y soltó el freno, el vehículo no se movió. Polo siguió haciendo la lucha por un momento, movía la palanca de la transmisión hacia adelante y hacia atrás, aceleraba el motor y… nada. Se bajó del carro; levantó la tapa del motor y se puso a verlo.

Dulces Nombres, su vecino, se apersonó a ayudar.

—Que bonito carro se compró, Polo— le dijo “Chenome” a manera de saludo—pero, veo que está batallando ¿Qué no quiere andar, o qué?

—No sé—contestó Polo contrariado—parece que tiene un problema en la transmisión.

Después de buscar el problema por un buen rato, Polo Gonzaga se rindió y dejó el carro por la paz. Sus hermanitas se desesperaron y se bajaron del carro desilusionadas. Algunos amigos de Polo se acercaron después, tratando de ayudar en la búsqueda de la falla del Grand Vitara, pero nunca la encontraron. Polo Gonzaga se fue a dormir esa noche con la molestia de la frustración robándole el sueño. A las dos de la mañana, finalmente logró dormirse después de concluir convencido:

—Es la bomba de la transmisión. No hay duda.

Al día siguiente, temprano en la mañana, Polo salió a buscar ayuda y no paró hasta que consiguió el mejor mecánico que encontró en Arroyo Seco.

—Oiga, Polito—le dijo el Chupa-recio con su aguardentosa voz— antes de checar su carro, pos… tráigase un “seis”; no la chingue. Yo necesito lubricarme pa` poderme mover, si no ¿Pos cómo?

Polo fue a traerle su “seis” de Carta Blanca al Chupa-recio. Después de terminarse la primer cerveza de un sólo trago dio comienzo a sus labores. Al terminar de revisar el carro concienzudamente, el Chupa-recio olímpicamente concluyó:

—Tiene suerte, Polito— le dijo—lo que le falla, no es más que el modulador de la transmisión. Vaya cómprelo, le cuesta cincuenta pesos…nomás.

Polo Gonzaga fue a la refaccionaria y en un abrir y cerrar de ojos volvió. Después de media hora el modulador ya estaba instalado.

—Arránquelo, Polo—le dijo el Chupa-recio—ahora sí va a jalar. Yo sé lo que le digo.

Polo Gonzaga arrancó el motor… dijo para si una pequeña plegaria, y accionó la palanca de la transmisión… El Grand Vitara permaneció estático.

—¿Pos, qué basura de carro me vendió mi tío? ¡Con una chingada!—explotó Polo Gonzaga— ¡Qué me vio la cara de babas, el güey, o qué!

El Chupa-recio solidario, sentenció:

—¡Ojalá que todo lo que coma se le convierta en caca, por gacho!

Un poco después, las hermanitas de Polo Gonzaga se subieron al vehículo a jugar; arrancaban el motor y lo apagaban, prendían la radio, cambiaban de estación y movían los asientos. Una de ellas, mientras el motor estaba encendido, al buscar algo entre el asiento del conductor y la consola de centro, de pronto, preguntó:

—¿Polo, y esta palanca para qué e…?

No terminó la frase pues, al presionar el botón de la palanca, ésta se fue hacia abajo. El Grand Vitara saltó hacia adelante y estuvo a punto de arrollar al Chupa-recio y a Polo Gonzaga.

—¡¡El freno de mano!! —gritaron al unísono.

—¿Desde cuándo eres mecánico, Chupa-recio?—Preguntó en tono grave—el honorable Licenciado en Derecho Leopoldo Polo Gonzaga.

Oscar L. Cordero originario del estado de Chihuahua, México, autor de la novela testimonial Entre la sed y el desierto, además de la colección de cuentos De mi tierra al espacio ambos publicados por Editorial Orbis Press. Contacte a Oscar L. Cordero: osputnik7@hotmail.com


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