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ESCRIVIVIENDO
Por: Manuel Murrieta Saldívar
(Fotos: Orbis Press Agency)
Nota del autor: esta crónica forma parte del Capítulo Siete de la obra La grandeza del azar—eurocrónicas desde París, ganadora del Concurso del Libro Sonorense 2005, genero crónica.
Cuando se agotaron las instancias formales para localizar un departamento en París, es decir, después de consultar directorios telefónicos, anuncios en publicaciones como De particulier a particulier o preguntar directamente en edificios, hube de recordar mis orígenes y fui en busca de sectores latinoamericanos, o lo que creí lo eran. Con mi idioma y con mi gente, supuse, será más sencillo encontrar un lugar para estarse unos meses porque eso de hospedarse en un hotel consumía los ahorros. Ir con nuestra gente, si, porque buscar en francés y siguiendo formalismos no había dado resultado, como lo mostraba la frustración de tantos anuncios de alquiler tachados que mataban la esperanza. Mis amigos desconocidos, concluí feliz, esos que usan mis palabras, conocen mis necesidades porque son iguales a las suyas, me habrán de estar esperando en algún lugar del París underground.
El autor captado en el segundo piso de la Torre Eiffel
Fue entonces que me eché a vagar, prácticamente sin rumbo fijo, aferrado al metro y siguiendo sólo el instinto. De esta manera, olfateaba establecimientos mexicanos, barrios que tocaran flamenco, folklore y música andina sudamericana. Para mi grata sorpresa, no batallé mucho en descubrir restaurantes de los nuestros, aunque diminutos, revistas en español que querían ser de lujo, centros culturales con intelectuales inaccesibles pero con secretarias morenas aspirando a portadas de Vogue. En los intermedios, hallé también corresponsales de noticias, provenientes del D.F, viviendo cerca de Notre Dame pero en apartamentos más chicos que los elevadores. Ingresé a conferencias de famosos escritores, como Fernando del Paso, ofrecidas en un auditorio de “cite universitaire” ante una audiencia más mexicana que francesa, ¡ah!, me dije, así es la cosa, imaginándome cómo al siguiente día la prensa en México titularía: “Del Paso, gran conferencia en Francia”.
Se me revelaba un París oculto que nadie me había contado ni había leído. Y era ancho, efervescente y con mucha vida, máxime si sumábamos a los grupos árabes, hindúes y africanos que encontré en lugares apartados y periféricos, fuera de toda ruta clásica. Contra todo pronóstico, ellos fueron quienes me ayudaron, con su sabor gastronómico y sus mercados públicos, a ser más llevadera mi economía, disfrutar otras facetas del viaje y el conocimiento del mundo.
Fue así que vine a dar a una fonda diminuta, de nombre “A la Mexicaine”, incrustada en una hilera infinita de puestos de comida italiana, francesa y japonesa por rumbos de la Rue Rambuteau. Se notaba fría y solitaria, como esperando el movimiento de la noche, llamando la atención con sus floreros y jarritos de barro sobre una mesa a la espera del esporádico paladar francés. Cuando entré, con la valentía que surge de la necesidad, de inmediato pregunté por los dueños muy seguro de mi español norteño que empezó a dar dividendos: la cajera me pasó con un joven treintañero, trasnochado y mexicano. En efecto, me obsequió un sorbo de tequila cuando supo de donde yo provenía y puso oído atento a mis penas, a mi necesidad de hospedaje ofreciendo alternativas: había una pequeña recámara en el segundo piso de su restaurante, donde apenas cabía una persona, que descarté por cortesía ya que él mismo la utilizaba cuando se amanecía laborando. La otra opción ofrecida fue una gran revelación:
—Busca en publicaciones en español, como ésas—señaló al mostrador donde había unos ejemplares del número 46 de la publicación Europa Latina impresa en París.
Al optar por lo segundo me despedí casi preguntándole cuánto había sido por el trago; entendió que se trataba de una pregunta retórica y me dejó ir con una palmadita en la espalda mientras me entregaba las publicaciones.
—Cuando me instale—pensé de seguro—vendré a visitarle para agradecerle, acción que, por supuesto, aún estoy esperando que suceda.
A la francesa, en la villa de Gif sur Ivette, orillas de París
Hojear esas revistas fue como ingresar a una nueva esperanza y a la inminencia de un milagro. Me recordaron mucho al estilo y al discurso marginal del periodismo en español que se da en Estados Unidos frente al idioma inglés; eran publicaciones coloridas, con fallas lingüísticas, con pocas notas informativas, sin profundidad pero con mucha publicidad útil para migrantes sobre todo sudamericanos. Anunciaban servicios de mudanza desde Francia a Colombia, envíos de dinero a la Argentina, servicios de traducciones y de lavandería y una variedad de anuncios económicos y de restaurantes latinoamericanos. Fue un alivio pasarme todo un medio día haciendo llamadas en español a cuanto número telefónico encontraba ahí, sin que hubiera relación alguna, preguntando por hospedaje. La mayor parte de las respuestas eran muy corteses y solidarias, aunque a algunos les parecía muy extraño que estuviera buscando un departamentito en negocios que se dedicaban al embalaje de muebles para mandarlos a Buenos Aires.
Sin embargo, la osadía dio sus frutos: cuando llamé a un restaurante de comida peruana, visto en un anuncio tipo clasificados, me pasaron al dueño cuya voz amable, como comprendiendo, exigía al mismo tiempo irme al grano. Era normal, por supuesto, se trababa de una persona muy ocupada pero con contactos acumulados durante años, como se supo después. En un santiamén, brotó la esperanza: tras escuchar mi letanía—que a mí también ya me tenía molesto—de localizar un departamento o un hotelito barato para una larga estancia, dijo resuelto:
—Si, venga, si puedo ayudarle. Lo veo mañana.
¡No lo podía concebir! Tan sólo esas palabras, aunque ya nada sucediese, escuchadas en mi idioma, ofreciendo un encuentro, en esa bastedad solitaria de París, devolvían el aliento. No quise pensar lo peor sino que simplemente me dejé ser ingenuo— ¿qué tal si se trata de un narcotraficante? ¿A la mejor es un embaucador en busca de la víctima?—decían otras voces en la cavidad de mi cerebro temeroso. Pero nada de eso quise ya pensar. Simplemente anoté la dirección y las instrucciones para llegar y me fui directamente a soñar a Gif sur Ivette, darle la noticia a mi compañera, decirle que quizá este sería el último día de estancia en ese hotel con fachada de castillo que nos hería el presupuesto…nos mudaríamos en breve, le dije, pronto, ya, hacia el centro de la metrópoli. Esa noche dormí ansioso porque tendría una cita concreta para un asunto específico en un París todavía difuso y nebuloso.
Tumba de Porfirio Díaz en el cementerio de Monparnasse
En un callejón angosto pero con edificios modernos, estaba incrustado ese nicho de la gastronomía incaica. La mesera me invitó a sentar, me entregó el menú que estuve a punto de rechazar para irme directamente al asunto. Sin embargo, supongo que ordené un cebiche pensando hacer tiempo para preguntar por el propietario quien no se veía por ningún lado. Lo supe porque me descubrí rodeado por nadie girando la cabeza en movimientos peristálticos, siempre temiendo alguna decepción. Dos jóvenes morenos ingresaron al restaurante sosteniendo los brazos de un anciano, como ayudándole a caminar en forma de respeto, quien iba al centro ataviado con una lujosa gabardina. ¡Ese es!—me dije—y, sin poder reprimir mi impulso sonorense, concluí: ¡ya chingué!…como lo confirmó segundos después la mirada cómplice de la mesera. Abordé al personaje, visualicé su rostro mestizo, flaco, lentudo y de vestir impecable, la única influencia visible de su vivir en Francia. Quise mirar en él unos ojos de patriarca cuando le recordé mi identidad y situación. De inmediato reconoció el compromiso y me invitó a sentar junto a ellos mientras atendía otros asuntos como dejando el mío para el final. Poco a poco se descubrió quién era: una especie de capo redentor de migrantes incas de quien aprovechaba su condición indocumentada para colocarlos en trabajos y en lugares donde habitar. Cuando volvió a mí, sonrió interpretando que lo que parecía un problemón en realidad era de tan fácil solución como el darme los datos y recomendarme con la checoslovaca Madame Dicure, mujer semiaristrocrática que sostenía sabe qué arreglos con él. Resuelto ordenó:
—Ve con ella. Háblale ahora mismo, menciónale mi nombre y de seguro te hospeda. Aquí esta la tarjeta.
Instintivamente la leí, descubriendo que no decía el nombre de la Madame, ahí me sentí especial porque me lo había dado verbalmente, en directo. En el papel sólo aparecía el nombre del establecimiento estampado como en un sello postal: “Hotel Cinq Diamants”, calle del mismo nombre, 13th arrondissement, zona del barrio chino como lo supimos después. Me largué, por supuesto, muy agradecido sabiendo que al jerarca peruano, ya todo un héroe para mí, le urgía atender otros pendientes.
Me metí a la primera caseta telefónica y muy a su pesar Madame Dicure aceptó hablar en inglés. Acostumbrado ya a semanas de rechazos y negativas, esa ocasión, que comprendí como una maravilla, resultó lo contrario, sobre todo cuando le mencioné la recomendación del descendiente inca. No puedo describir cómo es el inglés con acento francés pero entendí nítidamente:
—Tengo una “chambre”, una habitación disponible, baños colectivos y lo pueden rentar los meses que quieran. Si gustan instalarse hoy mismo, apresúrense, ya que siempre vienen nuevos inquilinos sin aviso. Estamos en la calle Cinco Diamantes, metro Corvisart.
Le pedí que confirmara el precio, hice cálculos inmediatos, acordamos el trato y, rápidamente, a volar. ¡Había conseguido un departamento en plena zona metropolitana!, un lugar de estancia prolongada, a unos pasos del metro y a un costo accesible. Ese mismo día nos saldríamos del carísimo hotel, tendríamos lo suficiente para extender la estancia no por semanas, sino por meses y por todo Europa ¡Qué a toda madre!
Alejarse, pues, del París oficial había dado dividendos. Salirse de los tours y los manuales turísticos me puso en contacto con mis países extendidos, los paisanos ocultos empezaron a brotar haciendo otras vidas que jamás aparecieron en la propaganda de la Francia que hasta entonces conocía. Era como si uno evitara un Macdonald´s o un Walmart para encontrar una buena taquería o un tianguis, no en algún punto de México, sino en Chicago o en Phoenix, como ya lo habíamos hecho. Nunca me enteré del nombre del patriarca peruano, como él no supo todo el bien y placeres que produjo al abrirnos la calle de Cinco Diamantes; tampoco conoció cómo fue que me devolvió la confianza en el azar, nos hizo prolongar la estadía y todo gracias al ahorro producido con un simple intercambio de palabras, de nuestras prodigiosas palabras habladas en nuestra propia lengua a miles de kilómetros de casa…
Correo electrónico: editor@culturadoor.com
Por: eduardo arellano en Oct 11, 2011
Qué a toda madre!!!
Eduardo Arellano
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