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PRESENCIA
Recuerdo que del otro lado había un letrero que decía: “Tía Juana 3 miles”. Yo no entendía
Por David Alberto Muñoz
Día de publicación: 19-Abril-2008
Se llamaba Donald Johnson. Sí, igual que el pato Donald, el de las caricaturas. Era un gringo de más de dos metros de altura. Alto, corpulento, tenía la nariz de águila, puntiaguda como ella sola. Hablaba hasta por los codos, nunca se callaba, al contrario, si le decías algo te ignoraba con mucha paciencia; con una increíble imperturbabilidad te miraba a los ojos sonriendo dándote tu lugar para posteriormente proseguir con su incansable marcha, pensando que el hablar le daba un paso adelante de todos los demás.
Hasta la fecha me causa risa.
Recuerdo que mi madre siempre le decía: “Gringo narizón”. Era de cariño. Lo quiso mucho, bueno, lo quisimos mucho todos nosotros. Él la crió desde que estaba chiquita. Fue como su padre. Siempre se expresó bien de él. Nos contaba cómo las cosas cambiaron cuando mi abuela se casó con él.
—Cuando mi mamá se caso con el Dan vivimos mucho mejor.
Era el típico estereotipo del gringo, enojón, bueno para la mecánica, escandaloso, paranoico, con una risa contagiosa. Siempre compraba lo mejor, el mejor radio, el mejor carro, lo que anduviera de moda él se encargaba de llevarlo a su casa, y cómo nos hacía burla que todo lo que nosotros comprábamos era de segunda clase.
—It is not best number one but you don’t need number one.
Gringo desgraciado.
A veces me colmaba la paciencia.
Él me enseñó a tomar cerveza. Le gustaba la oscura, bien fuerte. En cualquier restaurante preguntaba:
—What kind of beer you have?
Nunca lo vi tomado. Alegre sí, hasta colorado, pero nunca pedo como a veces yo me pongo.
Era bien cochino, no le gustaba bañarse. Pretextos no le faltaban. Había semanas en las que ni siquiera se rasuraba. Se desabrochaba la camisa diciendo: “I don’t need a shower”.
Siempre fue muy trabajador. Desde que tengo uso de razón mi Daddy, porque así le decía yo, trabajó para sostener a mi abuela. Trabajaba en la construcción. Llegaba todos los días cansado del trabajo, compraba sus caguamas para bebérselas viendo televisión. En esa época había antenas que te permitían ver canales de Los Ángeles. Él vivía en Tijuana. Cruzaba la frontera todos los días para trabajar. Recuerdo que del otro lado había un letrero que decía: “Tía Juana 3 miles”. Yo no entendía.
Siempre me pregunté por qué un gringo escapó su cultura para vivir en otro país y casarse con una extranjera. De chico pensaba que se sentía menos, y por eso se escondía entre los nuestros. Eso lo hacía sentirse superior. Después, cuando vi fotos de mi abuela de joven entendí. ¡Hasta yo me hubiera enamorado!
Había construido una casa para ellos en la mera línea fronteriza, e incluso, en cierta ocasión mi tío vivió con ellos una temporada. Han de haber tenido problemas. Nada más imagínate. Cuando eres adulto ves las cosas de otra forma. Los pleitos, el egoísmo, los insultos, el orgullo, las pendejadas que llegamos a cometer, para al final de cuentas descubrir que todos vamos al mismo lugar.
Las discusiones que tuvimos con él eran por la religión. Mi Daddy era bien fanático. Se montaba en su potro, y aunque un ángel del cielo bajara a decirle que estaba equivocado, él no lo aceptaba. Tal vez yo tampoco. Por un tiempo especuló que él y mi abuela se iban a ir a la ciudad de Petra a esperar la venida del señor. ¡Hazme el favor! Todos los años iban a unas “fiestas” como ellos les decían. MI abuela se ponía bien contenta, y mi Daddy habla y habla y habla, porque nunca se calló…
Lo qué sí sé es que fue muy bueno con mi madre, y conmigo también. Fue el único abuelo que conocí. Yo también lo quise. Recuerdo sus oraciones en Thanksgiving, la forma sorpresiva en la que llegaba a mi casa con una cerveza diciéndole a mi abuela: “Davicito quería una cerveza honey”. Las tarugadas que expresaba con su inmovible terquedad gringa. La forma en la que racionalizaba las situaciones dando lugar a los sentimientos.
¿De qué vale el pinche orgullo humano cuando te estás muriendo? A veces los humanos somos tan orgullosos que no nos aguantamos a nosotros mismos. Al final de cuentas todos vamos al mismo lugar. Es mejor morir con el buen deseo de los que te quieren, que con tu orgullo malgastado. Es mejor recordar lo bueno. Los buenos momentos valen oro cuando la vida se te está yendo de las manos.
Se llamaba Donald Johnson.
Falleció ayer.
Él era mi abuelo.
© David Alberto Muñoz, Ph.D.
Faculty Philosophy & Religious Studies
Chandler-Gilbert Community College
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