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Pero el verdadero acabose fue el medio día fresco y luminoso cuando avisté el primer pérsimo maduro de nuestro patio: era uno solo, como anidado debajo de la copa del árbol, cubierto con su capita blancuzca de pureza y rocío…lo sopesé como un seno compacto de virgen campirana y no pude resistir. Al cortarlo, sentí su peso maduro, listo para morderlo, estuviera lavado o no, y grité a los cuatro vientos su riqueza y dulzura. Ese sería mi error…
Imagen de archivo
CRÓNICA
Por Manuel Murrieta Saldívar
—Exclusiva de Culturadoor.com—
Día de publicación: 6-Noviembre-2011
Un árbol de pérsimo me esperaba en la casa recién rentada como seña de que, en efecto, había llegado a la alta California con sus neblinas a ras de asfalto y sembradíos infinitos resguardando sorpresas existenciales y laborales. Ver esa planta ahí, en el patio frontal, solitaria y preñada de frutas en maduración, lo tomé entonces como esas primeras novedades que surgen al inicio de un cambio de vida. Sin proponérmelo jamás, ahora tendría pérsimos al abrir la puerta, sabedor de que crecen en climas templados y que nunca los coseché en la casa familiar del Desierto de Sonora. O habían sido muy difíciles de conseguir, como los que raramente alcancé a comprar en Arizona debido a sus altos precios, a su presencia dentro de supermercados sofisticados y no muy maduros ni de excelente sabor. A veces se me habían aparecido casualmente, como los saboreados en los puestecitos marroquíes de la Rue Cinq Diamants en París, tan sabrosos que engullí uno ahí mismo y me llevé un par en bolsa de papel de empaque. Y los de la ciudad de México, luminosos de rojo anaranjado, aun a pesar de lo nublado de la tarde en esos mercados al aire libre abundantes de todo por rumbos de Xochimilco.
Ahora no, como una gentil maravilla de la suerte, iba a bastar con sólo estirar la mano, frente a mi ventana, para saborear una de mis frutas favoritas, como lo saben los que en verdad me conocen. Michelle me lo había dicho, al ahí se va, no queriendo impactar más mi aparato emocional hecho ya trizas al momento de bajarme del auto tras cumplir mi primera jornada universitaria en California.
—¡Mira, la casa tiene pérsimos…!
Y casi estuve a punto de arrancar uno aún verde, ahí, en caliente. Supe que después lo haría, en mejor momento y emoción, porque ese día lunes, luego de conducir a la familia desde Phoenix durante catorce horas, tuve que acudir, después de la primera de muchas desveladas, a mi primera obligación: participar en la reunión de inicio de actividades que ofrece el presidente de la universidad en el gran auditorio del campus. La jornada incluía la bienvenida a los nuevos profesores entre los cuales, para mi sorpresa, me encontraba yo justo a tiempo a pesar del extenuante viaje y de medio dormir en un hotel de autopista. Estuve sentado un par de horas, entre la soledad del recién llegado, pero rodeado de decenas de doctores de distintos confines del mundo y de todas las ciencias, las técnicas y de las humanidades que, por supuesto, me tenían impactado con sus logros sobre todo porque ahora me aceptaban como uno de los suyos. Lo que en verdad me sacudió fue el momento cuando mi nuevo jefe me presentó con mi curriculum como la más reciente adquisición de su departamento de filosofía y lenguas modernas: ahora tenía que dar la cara, guardando un equilibrio entre el orgullo y la humildad, lo cual resolví poniéndome de pie para después sentarme de inmediato evitando ser atrapado por cientos de miradas.
En realidad actuaba como por instinto, adivinando los protocolos porque, además de encontrarme somnoliento, pensaba cómo en ese mismo momento Michelle se las arreglaba para tramitar casa de renta, monitorear mudanzas, detectar fallas de funcionamiento o ausencias de aparatos domésticos. Me imaginaba que mi deber era estar junto a ella, como buen esposo feminista, y no en ese estreno universitario de obligación irrenunciable. Conforme y aparentando tener todo bajo control, me seducía entonces el nuevo campus del primer día con sus lagos, sus riachuelos y fuentes rodeados de pinos y robles entre aulas y edificios. Ahora me conmovía con una segunda actividad dentro de un recinto junto a la cafetería: la junta de los directivos del área de humanidades que resultó más íntima y acogedora. Luego de notar dos mensajes de Michelle en el celular, nos pidieron volver a presentarnos con la modalidad de que uno lo hiciese por su propia cuenta, con un inglés más profesional que coloquial, pero a la vez entreteniendo a la audiencia con las destrezas pedagógicas y de investigación que uno es capaz de ofrecer.
Había pastelitos, galletas, café, cidra burbujeante, ramos de flores y muchos nervios, salvo los de los académicos veteranos que fueron los que me dieron cierta tranquilidad adivinando que uno podría estar así en un futuro. Cuando cumplí con mi autopresentación, supe que había pasado las pruebas más difíciles del reinicio de una carrera de profesor de letras latinoamericanas, mexicanas y chicanas, realmente un privilegio, como se los hice ver. Para mi sorpresa, horas después se me acercaban historiadores, arqueólogos, economistas y hasta profesores de literatura que me habían escuchado a pesar de que no noté ninguna cara de interés hacia lo mío. Fue el comienzo de los primeros contactos pero nadie sospechaba que me urgía encaminarme hacia el encuentro del nuevo hogar en donde imaginaba a Michelle inspeccionado recámaras, dando órdenes al personal de mudanza en habitaciones que no tenía ni las más remota idea de si pernoctaban insectos, telarañas, roedores o eran de una limpieza espectacular.
Debí de haber echado pies en polvorosa después de las reuniones pero se me tenían reveladas, como si me faltaran, nuevas impresiones: la rubia secretaria del departamento de filosofía y lenguas me dio una sugerencia que casi la tomé como una orden, como lo es casi siempre que uno escucha el idioma inglés:
—Si yo fuera usted aprovecharía el tiempo para recoger las llaves de su oficina. Sólo necesita una identificación con el personal de seguridad para que se la entreguen. Puede dejar aquí sus cosas para que no ande cargando—dijo experimentada.
Tenía razón. Estaba a unos pasos de mi nuevo aposento intelectual, picándome la curiosidad. La casa y la familia entendí que podrían seguir esperando en tanto que yo ya regresaba con una llave más pesada de lo común de la cual se me dijo era el único usuario y no se permitía reproducirla. Decidido y sin chistar me dirigí entonces a abrir la puerta oficinal por vez primera no sin antes comprobar, medio avergonzado, que Michelle tenía ya todo resuelto, según lo confesó en los dos mensajes telefónicos dejados con anterioridad. Iba a recoger mi maletín para retirarme cuando la secretaria me lo impidió, sabedora de que me incomodaría al retrasar mi salida, pero lo hizo con muy buenas razones:
—Ya tiene correspondencia en su casillero, los libros que ordenó también están ahí, puede recogerlos. Aquí tiene su nuevo número de teléfono y su correo electrónico oficial. Chéquelos por favor para proceder a hacerles sus tarjetas de presentación.
Todo esto vino a aumentar el anonadamiento que aun me quedaba después de las dos juntas trascendentes, hizo que olvidara casi por completo los ajetreos de Michelle y que no supiera en qué bolsa del pantalón había puesto las llaves de la nueva oficina. Ya con el cúmulo de material recogido del buzón, la secretaria acabó por darme el estupor final de ese primer día:
— ¿No gusta llevarse de una vez la computadora portátil que le asignamos? Está configurada y personalizada a su nombre. Sólo la conecta, la enciende y listo.
Quedé inmóvil, no era posible que se presentaran tantos impactos vivenciales, profesionales y epistemológicos de un jalón, así que decidí de nuevo posponer el encuentro familiar para poder cargar tanto material, emociones y novedades a cuestas. Por fin pude arribar a la oficina que de inmediato localicé en un tercer piso porque ya tenía mi nombre estampado en la puerta. Al abrir me topé sobre el escritorio con una invitación a la residencia personal del rector —en un añejo ritual que al parecer ofrecen a los nuevos contratados— y un sinnúmero de documentos explicativos incluyendo las instrucciones para activar el buzón telefónico. Sólo para saciar la curiosidad rápidamente encendí el computador portátil que, en efecto, únicamente faltaba mi “password” para operar con todo e internet inalámbrico. Fue entonces que pude escabullirme del campus rumbo al otro aposento donde iba a transcurrir la otra parte de mis días.
Ahí me estaban esperando asombros más domésticos, banales y caprichosos, pero igual de magnánimos…sí, como el árbol de pérsimo enseguida del garaje, al centro del incansablemente fértil Valle de San Joaquín. Luego captaría que íbamos a estar rodeados por la niebla de la bahía de San Francisco y la bruma montañosa del Yosemite National Park, en una zona partida en dos por la autopista 99 por donde anduvo protestando César Chávez y ciento cincuenta años atrás el mítico Joaquín Murrieta.
Al conducir, Michelle me confirmaba por el celular que todo estaba resuelto, incluso que Elías, el conductor del enorme camión de mudanzas, no sólo se había portado como un caballero, a pesar de su origen jaliscience, rompiendo el estereotipo de los rudos hombres de mudanzas, sino que incluso había cubierto con mantas gratuitas y cariñosas el equipo de cómputo y de impresión puestos en la cochera para un uso mejor. No lo podía concebir, tampoco cuando ella reveló, con una destreza de ajedrecista, que ya se habían conectado los servicios de electricidad, agua potable y se las había arreglado, aun sin el uso de mi efectivo, para hacer los depósitos y el pago de un mes de renta. También ya había adquirido y alquien había instalado un refrigerador que hace hielitos y un microondas necesario para calentar las lechitas de nuestros infantes. ¡Todo en cuestión de horas!
De cualquier manera, manejaba con rapidez la corta distancia que noté me separaría del campus, porque era víctima de esa curiosidad de saber dónde uno habitará los próximos años con todo y los vecinos rubios que ya se habían dado cuenta de nuestra presencia. Llegar lo más pronto posible para siquiera participar con detalles en la nueva instalación y, claro, poder apreciar ese árbol de pérsimo que encontré justamente a la entrada de la casa, atrayendo con esa inocencia del desconocido que sabe que provoca un placer irresistible. Entonces me acerqué, toqué las frutas con su forma atomatada, tornándose de verde a amarillentas y sonreí sin revelar el golpe que estaba sucediendo en mi interior. Tuve el control suficiente de no cortar ninguna fruta, estuvieran como estuvieran, pero sospechaba que a inicios de noviembre habría muchos pérsimos maduros cautivándonos.
Luego fue el descubrimiento de que esa fruta no estaba sola, sino inmersa en un edén: Michelle una tarde junto con los niños trajo uvas caseras de la vecina, verdes, pequeñas pero dulces hasta el empalago. Días después encontró decenas de manzanas caídas en los patios de las casas cercanas y una vez me señaló con el dedo un árbol inmenso de granadas con sus ramales repletos. Hasta que cierta ocasión dijimos, “es el colmo”: toda la familia, en un arranque de pasión agrícola, nos subimos de súbito a la minivan y partimos sin rumbo hacia el este del Valle a la altura de la ciudad de Modesto, para toparnos con el paraíso, no perdido, sino encontrado: miles de acres de almendros, de viñedos, de nueces, de calabazas hallowinescas, verdes jardines residenciales algunos con pavorreales, y las carreteritas que llevan a las montañas de la Sierra Nevada, paraíso fotográfico de Ansel Adams.
Pero el verdadero acabose fue el medio día fresco y luminoso cuando avisté el primer pérsimo maduro de nuestro patio: era uno solo, como anidado debajo de la copa del árbol, cubierto con su capita blancuzca de pureza y rocío…lo sopesé como un seno compacto de virgen campirana y no pude resistir. Al cortarlo, sentí su peso maduro, listo para morderlo, estuviera lavado o no, y grité a los cuatro vientos su riqueza y dulzura. Ese sería mi error: en la algarabía tuve que compartirlo con mi hijo de tan sólo dos años de edad quien, como heredando a su padre, le encontró el gusto de inmediato. Luego comenzó a devorarlo todo, dejándome únicamente aquel primer mordisco y su mirada de “ni te atrevas, es totalmente mío”. Me dejó igualmente la primera costumbre: cada vez que parto hacia la universidad, observo ese árbol en busca de otro pérsimo que, por supuesto, no volveré a anunciar su madurez para poder engullírmelo en solitario, como sucede con todo gran placer, no sólo gastronómico sino intelectual que también aquí me dan constantes bienvenidas…
————– Este relato forma parte de la obra La gravedad de la distancia: historias de otra Norteamérica. Más información aqui: http://www.orbispress.com/imagenes/imaginacion/la-gravedad-de-la-distancia.htm
Por: Miguel Aguilar en Dec 9, 2013
Quisiera saber de dónde viene el cultivo del pérsimo ya que me gusta mucho y cada año lo compro en mi ciudad Mérida, Yucatán.
Miguel Aguilar
Azmiguel55@hotmail.com