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Surgía una romería de éxtasis  y de agradecimiento por la vida y por esa naturaleza de pastos y flores silvestres infinitos, de rocas azuladas, de aire sin tanta contaminación, de arroyos saltarines, ese panorama andino acompañado por el chaca chaca rítmico y poético de la locomotora cada vez más en descenso como si voláramos por las montañas…

CRÓNICA

Imagénes del autor

Por Manuel Murrieta Saldívar

manuelmurrieta@orbispress.com

—Exclusiva de Culturadoor.com

Día de publicación: 25-Julio-2013

ALAUSÍ, ECUADOR.-  La mañana fresca de junio se antoja para un nuevo encuentro con la fastuosidad andina, pero ahora no será únicamente sobre vehículo de neumáticos,  sino también, para mi sorpresa, de rieles como alas.  Ya la noche antes tuvimos un alumbramiento: la renovada, eficiente y modernizada  estación del tren de Riobamba, con su WiFi gratuito, ofrecía sus servicios normales, pero a la vez celebraba una actividad cultural, debido quizá a su ubicación céntrica y a la importancia que el ferrocarril representa en la historia ecuatoriana.  El caso es que asistí a un festival infantil amplio, de temática internacional, por lo que, contra todo pronóstico, los organizadores pudieron incluirme en el programa para leer nuestros poemas.  Frente a docenas de riombambenses de todas las edades acostumbrados a la humedad, lo frío y templado y a la verdura de sus valles, consideré adecuado, por efecto de contraste,  leer algunos versos alusivos a mi desierto mexicano.  Fue ahí que percibí una coincidencia: en ambas regiones donde parecía imposible, mexicanos y ecuatorianos habíamos podido, superando todo tipo de obstáculos, instalar vías ferroviarias…nosotros en la soledad, sequía e infierno del desierto del noroeste, y ellos entre los cañones, humedades y deslizamientos de los Andes, como, aún sin saberlo, estaba a punto de comprobar y experimentar. Porque después de la lectura y, entre los aplausos y las felicitaciones, Piedad Zurita, la directora de la Fundación Arte Nativo, confirmó lo inconcebible:

—Ya está listo, nos vamos mañana en tren, a la codiciada ruta de la Nariz del Diablo…

¡Era verdad, no bromeaba!…Pía, mi anfitriona cultural, había conseguido con los funcionarios del Ferrocarril del Ecuador, un par de asientos en el “tren más difícil del mundo”, nombrado así por lo escarpado de su ruta, pero también, lo digo yo, por la alta demanda del servicio que hace dificultoso adquirir boletos.  Sí, éramos privilegiados,  incluso más que los exploradores extranjeros que se quedarían esperando. Por eso Pía apareció muy puntual  la mañana siguiente para lanzarnos en auto y sin pestañear hasta Alausí, al sureste del Ecuador, a fin de alcanzar la salida del tren turístico de las 9 am.  No salía desde Riobamba, como lo creí en un principio, porque aún se remozan las víasy se dan los últimos retoques a la estación para que lo haga desde ahí.  Este cambio de ruta, sin embargo, permitió, como para facilitar las cosas, apreciar las condiciones óptimas de la autopista, compacta, sin baches, bien trazadas sus líneas y señales que uno no esperaría en países sudamericanos tildados de “tercermundistas”.  Hizo además que me despreocupara del rodar de las llantas, concentrarme en la plática y apreciar los Andes no solo con sus montañas de todos los tamaños, sino además, poblados, rancherías, campos de pastoreo y lagunas sagradas que íbamos presenciando en estampida por las ventanillas de la camioneta.  Y, claro, viajar con una guía y conocedora de lo ecuatoriano como Pía, experta en la cultura nativa, hacía que valoráramos con profundidad todo ese panorama y sus culturas, y que se sintiera más intensa la expectativa de llegar y montarse en el ferrocarril.

Así, tras una hora y media de manejo, ella encontró de inmediato la mejor entrada hacia Alausí, con sus callejuelas empinadas, edificios y casas de tejas, de madera y ladrillo, todo coronado por la gran estatua a San Pedro que resalta desde el centro del poblado. A estas instancias, concluí, parecía que la constante en esta parte del Ecuador eran urbes y villas altísimas, pero a su vez incrustadas entre cerros, hondonadas, barrancos como Quito, Riobamba y, claro, las estaciones del tren hacia donde nos dirigíamos. Alausí,  segundo asentamiento más poblado de la provincia de Chimborazo, no era la excepción, pero Pía de inmediato pudo descifrar los laberintos: supo llegar a pie a la estación en un trayecto directo y sin titubeos;  antes de entrar, con ojo de cóndor, me indicó el puesto de café y pan recién horneado, claro, para surtirme y para llevar; se dirigió a las ventanillas para hacer el trámite de la boletería a la que ya teníamos derecho y me dio instrucciones para ubicar el andén.  Cuando nos reencontramos, su guiño y su sonrisa fue la señal de que todo estaba listo, incluso la máquina ya rugía y los conductores anunciaban, ¡al abordaje!

EN REVERSA HACIA LOS PRECIPICIOS

Entrar a los vagones fue integrarse a una comunidad global curiosa e inquieta por lo que nos esperaba. Además del acento ecuatoriano, tierno y suave, hablado por nacionales en busca de identidad o por migrantes exitosos que regresan en vacaciones—se nota en su presentable vestimenta, en las poderosas “tablets” o “smartphones” que portan y en el orgullo transmitido a sus hijos— escuché voces argentinas, colombianas, españolas y, claro, ¡mexicanas! Había también la presencia europea y norteamericana, no solo de viajeros de mochila, sino de hotel y de tour de buen nivel.   Entendí que esta diversidad era un indicativo de que en verdad estábamos ante una ruta de importancia mundial, como orgullosamente lo señala el estuche donde colocaron mi boleto, con ese slogan ya hecho popular: “el ferrocarril más difícil del mundo”, enseguida del sello “Ferrocarriles del Ecuador”. Entonces la máquina diésely eléctrica silbó, se pusieron de acuerdo el maquinista y el ferrocarrilero del cabús como para eliminar todo freno… y la serpiente de unos tres o cuatro enormes vagones se movilizó cuando aún nos acomodábamos.  Fue de llamar la atención los confortables asientos, más bien sillas, que parecían de lujo, estilo sala formal  victoriana,  o como fuese; lo cierto es que no eran comunes, sino bien elaboradas, con sus altos respaldos y suaves cojines, de madera fina y con sus mesitas desplegables para colocar el café, el pan, las cámaras y estuches  que portábamos.  Y no íbamos solos: unos guías entrenados y bilingües, español e inglés, empezaron a inundarnos de cuanta información necesitáramos, tanto para el turista de curiosidad básica, como para el que investiga, como podríamos ser nosotros.Fue sorprendente escuchar que en unos 40 minutos descenderíamos de unos  2 mil 500 metros a  unos 1800 sobre el nivel del mar, poniéndose de nuevo a prueba no solo mi organismo emocional, sino todo el sistema cardiaco comenzando con mi encolesterado corazón.  Había que reconocerlo, no estaba preparado para tales contrastes,  ni sabría cómo iba a reaccionar, preocupándome un poquillo por lo que solo me aferré con lo que tenía a la mano: el humeante café cargado.

Diligentes, los guías me hicieron olvidar las condiciones de mi cuerpo cuando explicaban cada curva, cada bajada, cada barranco y permitían que nos movilizáramos dentro tomando fotos y videos sin límites.  Extasiado, al ir avanzando a un máximo de 20 kilómetros por hora, tenía que maniobrar malabareando mis sentidos: la mirada para apreciar la maravilla de los paisajes lejanos y cercanos pegados a los ventanales, el oído para escuchar los datos de los guías y el tacto para obturar la cámara digital a diestra y siniestra, abarcando lo que se pudiera, incluyendo nuestras caras felices como niños. No éramos los únicos, el resto también producía una romería de éxtasis y de agradecimiento por la vida y por esa naturaleza de pastos y flores silvestres infinitos, de rocas azuladas, de aire sin tanta contaminación, de arroyos saltarines, ese panorama andino acompañado por el chaca chaca rítmico y poético de la locomotora cada vez más en descenso como si voláramos por las montañas.

Gozábamos de todo eso y más, puentes delicados, restos de maquinaria ferroviaria,  dejada ahí a propósito como recuerdo de esta ruta ahora renovada por el gobierno ecuatoriano más para preservar una tradición que por negocio;  nos seguía un río más amplio y formal, o se escondía,de aguas grises verdosas producto del azufre que levantaba de las rocas o le arrojaban minas arriba.  En la bajada, sin embargo, íbamos notando cómo la verdura nos engullía hasta irnos atrapando en un vergel, como si toda la humedad, la flora y atmósfera de la mitad del mundo nos cobijaran para reservarnos, o alargar, otro gran espectáculo.  Yo ya sospechaba que estaba ante un fenómeno distinto a lo ofrecido por otros atractivos emblemáticos como el célebre y mercadeado Cañón del Colorado de Arizona, con su sequedad, enormidad y marcas de erosión milenaria, pero sin tren que lleve hasta el lecho del río; o el de la Barranca del Cobre, con sus numerosos túneles, puentes y largo trayecto del Ferrocarril Chihuahua-Pacífico, su penetrar por la Sierra Madre, sus cascadas, pero sin lanzarse hasta el vacío como al que ya estábamos  aterrizando

Pero para lograrlo, no fue sin sacrificios.  Los guías revelaron que por allá en los 1900, la construcción no solo implicó la instalación de vías por terrenos escarpados, con sus  precipicios o el torrente del río, sino además dinamitar promontorios para crear atajos improbables, sostener ingeniosamente deslaves, hacer cálculos a prueba de temblores y explosión de volcanes. Y hubo hasta graves tragedias humanas.  Unos 2 mil trabajadores—otras fuentes señalan 4 mil— habrían fallecido durante las obras lo que a su vez provocó el surgimiento de una creencia: el gobierno y los constructores habían hecho un pacto con el diablo.  A grado tal, se dice,  que se ofrecía la vida humana con tal de culminar el proyecto.

Con esto en mente, no sin temor, escuché que el tren estaba a punto de realizar una riesgosa maniobra que se venía practicando desde su inauguración y ponía a prueba toda la seguridad, credibilidad y reputación de la ruta.  Para llegar hasta el punto más abajo, esto es, hasta la superficie plana de este precipicio que poco a poco nos engullía, el ferrocarril debía acomodarse sobre el tendido de una vía alterna, aplicar frenos, hacer el cambio de agujas y finalmente trasladarse ¡en reversa y en zigzag! El esfuerzo de miles de horas hombre, la muerte de tanto obrero, los gastos inherentes a la construcción original y lo que ahora se invertía para renovar la ruta, dieron dividendos cuando, en un lento y breve recorrido, la operación no registró ningún error.  Y mi cuerpo había resistido, ya podía respirar sin tanto espasmo…todo había salido a la perfección en movimientos suaves, casi imperceptibles, con la seguridad del caso, viniendo un suspiro de alivio cuando ya estábamos cerca de los 1800 metros, pero adentro de un precipicio andino.  Y todo para apreciar, en su esplendor y desde el pie de la montaña, a la Nariz del Diablo que ya la tenía enfrente…

SIBAMBE, LA ESTACIÓN MÁS AISLADA Y PROFUNDA

Cuando la totalidad del tren se posó sobre lo más plano del abismo,quedando ahí surrealistamente encajonado entre las rocas, laderas y arroyuelos, la maquinaria cesó por completo y escuchamos la orden… ¡podíamos salir de los vagones! Durante media hora nos permitieron merodear los alrededores de ese virgen paraje al que solo se podía llegar cómodamente en este ferrocarril medio volador que ahora comprendía por qué era el más difícil del mundo.  Y habría de experimentar otras vibraciones: salir para tomarse la foto de rigor frente a la colina de la Nariz del Diablo, cuya ladera izquierda semeja esa parte de lucifer.  Luego era buscar con detenimiento, precisamente, ese perfil entre la gran roca, confirmarlo, mirarlo por un tiempo arropados por el alto cielo azul sin nubes, el vuelo real o imaginario de los últimos cóndores, la grama silvestre y, claro, sentirse parte de esa antigüedad mineral.

Una vez cumplido el ritual, seguía la exploración de acuerdo a la inquietud y curiosidad de los pasajeros. Pía y yo optamos por una breve caminata sobre las vías, alejarnos un poco de las máquinas, replegarnos hacia los costados montañosos y del monte húmedo, saludar a los ferrocarrileros que resguardaban celosos a los rieles que también acariciamos y fotografiamos como reconociendo su atrevimiento de hacernos volar sobre los desfiladeros.  Luego regresamos a inspeccionar y columpiarnos desde los vagones, apenas separados de las laderas, acercarnos a la  máquina negra, poderosa, con sus motores y controles, su cubierta de metal oscuro; ahí destacaba fachoso y soberano el logo colorido y artístico, semejando una flor, del nuevo Ecuador, el que “ama la vida”, como oponiéndose a aquellos gobiernos anteriores que la habían aniquilado.  Y no olvidamos al cabús, rojo y gris blanco metálico, con su amplio ventanal trasero, ese encanto de ser el último que dejaba atrás y en total soledad a los rieles, bien resguardados por el vuelo de aves desconocidas, el ruidillo de arroyuelos y cascadas, el vocerío lejano que desaparecía.  Es que estábamos entregados a lo sagrado de esa escarpada naturaleza, muy similar a como lo venían haciendo durante miles de años los grupos étnicos descendientes de un ramal maya, de los “ausíes” y “tiquizambis” quienes, estoy seguro, nos miraban desde algún lugar de los alrededores…

En efecto, ojos nativos no solo nos vigilaban, sino que nos esperaban porque el regreso no fue tomar la vía en sentido contrario, no.  Habían aún nuevas revelaciones como lo supe cuando, al reiniciar la marcha, se anunció que nos dirigíamos a la estación Sibambe, más formal y renovada, nuestro destino final después de un recorrido de 14 kilómetros. Arribamos en minutos, percatándome que sería la terminal más colorida, presentable pero a la vez aislada y profunda en la que jamás había estado. Además, tuvieron el cuidado de hacernos sentir muy especiales, o muy turistas,  porque nos recibieron pobladores originales ataviados con sus trajes tradicionales, ponchos rojos y vestimenta blanca, sombreritos como de copa, y danzando a todo lo que daban con su ritmo de música andina, esa de quena, charango, zampoñas y otros instrumentos de viento.  Curioso, me dirigí hacia ellos al bajar, iniciando una charla informal en español con esos jóvenes indígenas risueños, bilingües y energéticos. No pude resistir la tentación de preguntarles si no se sentían incómodos al ofrecernos esa recepción, si no se consideraban objetos exóticos o mero atractivo turístico o decorativo.  Cándidamente, respondieron que simplemente lo hacían como una fuente alterna para su economía, que se trataba de unas cuantas horas y solo cuando el tren, como en esta ocasión, transportaba un lleno de pasajeros.  Además confesaron recibir un buen salario por lo que valía la pena bajar caminando desde sus poblados cercanos para ofrecer sus bailes y sus artesanías en los puestos muy bien instalados que les autorizaba el sistema ferroviario.  Fue ahí que decidí, contra mi costumbre, no solo apreciar sus trabajos, sino surtirme de mis primeros brazaletes, camisas y suvenires para llevar al norte de América.

Pronto fue ingresar al gran bodegón de la estación para toparse con todo un complejo que incluía museo, servicios sanitarios impecables, restaurante, salidas para observar puentes y riachuelos, jardines y otros puntos de interés.  Igualmente, reconociendo la estrategia de los diseñadores de la ruta, fue gratificante escuchar que el boleto incluía un almuerzo completamente gratis con menú para escoger.  No lo pensé más, opté por el café cargado, el platillo de habas gigantes con queso fresco de cabra recién hecho en las rancherías cercanas.  Pía y yo nos sentamos al exterior, en silencio, casi para solo apreciar el paisaje mientras consumía el platillo que lo tomé como un aperitivo porque mi cuerpo, quizá por el desgaste, las emociones fuertes y las alturas, exigía más.  Y fue un acierto,… ya saciada nuestra curiosidad y ansiedad de aventura, al arribar de nuevo a Aluasí, Pía me llevó a los callejones  empedrados, al mercado local con sus productos frescos y al lugar perfecto para un almuerzo total: un restaurante familiar que ofrecía sopa, ensalada, plato fuerte, pan…ah y ¡chicha huevona!, esa típica bebida fermentada ideal para relajarse y celebrar el éxito de nuestra travesía. Habíamos descendido hacia las profundidades revelando no solo edades geológicas, sino muchos misterios olvidados de nuestra patria americana. Así, la Nariz del Diablo no era una bajada a los infiernos tipo Dante, sino más bien una catarsis paradisiaca estilo Andes, protegidos por ese tren aéreo y abrazados en todo momento por la Pachamama, aún fértil y bondadosa, que brotaba desde los bajos abismos ecuatorianos  y se levantaba, poderosa y desde ahí, hacia las alturas del universo…

Alausí, Ecuador, junio 2013
© Manuel Murrieta Saldívar

Visita la galería, más de una docena de imágenes sobre esta ruta: https://culturadoor.com/?p=7410


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