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Volví a Chicago. Quería soñar otra vez y saciarme de mis dulces. Conseguí pastillas para acelerarme y para calmarme, contraté a las tres mejores putas de cien dólares que pude conseguir. Volví, fui a la dulcería y expliqué: “Vengo por mi encargo”. Me entregaron mi bandeja de nueces en nogada; mordí la primera y sentí cómo los filamentos de azúcar se deshacían, como una estrella que deja escapar su luz. 

CUENTO

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Imágenes tomadas de Internet 
… if i could find a souvenir
just to prove the world was here,
and here is a red balloon
i think of you, and let it go
 99 Luftballons

Por Jorge Hernández

spanish@ameritech.net

—Especial para Culturadoor.com, desde Chicago—

 

Día de publicación: 22- Noviembre- 2015

—Siempre que hablan del infierno se refieren a una situación que comparten con otros. Debes de tener cuidado muchachito, ¿no crees que el infierno puedes ser tú mismo, solo? —todavía no me asustaba, hasta que volteó el hombre y pude mirarle la cara. Apenas se le veían unos dientes cariados y el cráneo le brillaba entre los mechones; parecía que no se había bañado en años. Carraspeó y lanzó un escupitajo del tamaño de una rata. Se comenzó a sacar algo, quizá restos de comida, de entre los dientes. Entonces le pude ver las manos secas, las uñas largas y retorcidas, y unas canillas que parecían carrizo. Me di cuenta que era un sueño porque en los sueños no hay olores y, si fuera de verdad, este hombre apestaría como un puerco. Se lo dije, le dije que era un sueño y que no me asustaba con sus mamadas.

—No te burles, para probarte de que no estás soñando muchachito, te voy a sacar los ojos y me los voy a comer —se comenzó a acercar en la penumbra del alley. Cuando sentí que me ensartaba las uñas en los ojos, desperté.

Laura, mi esposa, susurró:

—Tuviste una pesadilla —le dio un trago a su té de hojas de naranjo y siguió leyendo.

—Sí señor, según los resultados de sus pruebas, usted tiene sida; no, cáncer; no, lepra; no, sífilis; no, herpes; no, tuberculosis. No, la respuesta es muy sencilla, usted tiene señor, tiene una mezcla de esquizofrenia, con períodos catatónicos y períodos espurulentos; es verdad que a veces puede parecer lúcido, pero eso es peor, ya que si no presenta ningún síntoma no lo podemos curar, por lo tanto, para provocar los períodos catatónicos le vamos a aplicar electrochoques y para acelerar los períodos espurulentos vamos a suministrarle estas pastillitas, tome, tome —cuando el médico me ofreció aquellas pastillas pude ver que era todo un doctor, con lentes, bata blanca, estetoscopio y paletitas en un bolsillo, para tranquilizar a los niños; pero, es claro, es obvio, esto es un sueño, porque si yo tuviera trastornos mentales consultaría a un sicólogo, o a un siquiatra, no a un doctor general, se lo dije, le dije que era un sueño y que no me preocupaba su diagnóstico.

Me refutó:

—Vamos a ver muchachito, vamos a ver —y comenzó a ponerme electrodos en la cabeza rapada, grité que no era cierto, que aunque no me pudiera mover por las correas que me ataban, no era cierto; y desperté.

Alejandra, mi esposa, me explicó:

—Tuviste una pesadilla —se tomó dos píldoras rojas, una azul y otra verde, y siguió leyendo.

—Ven papito rico que te vamos a hacer venir como nunca, mira, papi, ¿te gustan mis chiches? Beibi, mira mi boca, te la voy a mamar toda, hasta la raíz. Mira papito, mira mis nalgas, ven a mordérmelas. Mira papi que los jugos ya se me escurren por las piernas —cuando se acercaron más, pude ver a las mujeres; la primera traía liguero, medias, zapatos y brasier rojos; la segunda, una minifalda de plástico negro y zapatos altísimos que le hacían juego, y la tercera tenía cara de quinceañera y un uniforme de colegiala que apenas le cubría las nalgas, rotundas, bronceadas, propicias. Cuando me tocaron se me comenzó a parar y me di cuenta de que era un sueño, porque en los sueños las mujeres no tienen celulitis, ni cicatrices, ni estrías, y estas mujeres eran perfectas; si fuera realidad, serían putas de diez mil, de veinte mil dólares la noche, inalcanzables. Se los dije… las tres se arrimaron entre carcajadas. Me di cuenta que yo tenía tres falos y desperté.

María, mi esposa, balbuceó:

—Tuviste una pesadilla —le subió la velocidad al vibrador y siguió leyendo.

Entre los dulces oí que me indicaban:

—Escoge, escoge, pero escoge bien, porque solo te voy a dar uno —enfrente de mí había una bandeja de cocadas y, más allá, otra de jamoncillos, de distintos colores, y luego otra bandeja de dulces de leche quemada. Detrás del mostrador se veían filas de interminables estantes con charamuscas; en una vitrina había dulces de coco y, en otra, manzanas cubiertas de miel; a su lado, otra mesa abarrotada de mazapanes y de confites de chocolate con grageas de colores; en el lado opuesto de la tienda, las vitrinas rebosaban de barras de chocolate, turrones, cominadas, cacahuates garapiñados y calabazates, colaciones, calaveras de azúcar, palanquetas, viznagas, obleas, glorias, pellizcos, trompadas, ates, peteretes, orejas de mico, bienmesabes, mostachones, picones, gigotes, puchitas, duquesas, panochitas, capiroletas, aleluyas del señor, pestiños, papelinas, bocas de dama, acitrones, limones rellenos de coco rallado, gaznates, alfeñiques, alfajores, pepitorias y alegrías. Y entre esa selva de olores, sabores y deseos, vi, más allá, un resplandor: una charola con nueces en nogada, brillantes, como estrellas de azúcar.

Apunté y dije que esas, que quería esas. El dulcero se carcajeó, aclarándome que no, que esas no, esas no; eran para un señor que había hecho un encargo. Respondí que yo ya sabía que era un sueño, porque solo un tonto haría tantas charamuscas cuando no era semana santa, y mucho menos calaveras, y que además le faltaban rollos de durazno, de manzana, de membrillo y de tamarindo, merengues, camotes, muéganos y borrachitos, y que si no me daba esas nueces me iba a despertar. Me amenazó: o me callaba o él me iba a romper la cabeza a charamuscazos. Contesté que me valía madre, que al cabo era un sueño. Fue por la charamusca más grande y, cuando me sorrajaba el primer golpe, desperté.

Consuelo, mi esposa, me confortó:

—Tuviste una pesadilla —remojó una concha de huevo en el café con leche y siguió mirando la película.

Dormí, y soñé que soñé que tenía una esposa que me asesinaba mientras dormía, y que tenía una amante que me traicionaba mientras yo dormía, y que tenía una hija que me hacía tatuajes mientras dormía y que había una mujer oscura que no hacía nada sino verme mientras dormía. Y decidí que se cumplieran mis sueños: regresé a México y fui directamente a mis predios, pero el mercado Juárez ya no estaba, lo habían tumbado y en su lugar resplandecía un mall; el Tina’s, el Carmela, el 15-11… todos estaban cerrados y las mujeres se habían ido a la zona roja autorizada por el municipio de Monterrey. Mis amigos: desaparecidos, locos, encarcelados, casados, con hijos, con trabajos de tiempo completo. Total, me fui a Linares, y me conformé con glorias y sotol y tres putitas que habían traído de Ciudad del Carmen, a las que apenas les estaban brotando las chiches y que me exprimieron con técnicas suecas, irlandesas, inglesas y noruegas aprendidas de los marinos de los barcos petroleros.

Volví a Chicago. Quería soñar otra vez y saciarme de mis dulces. Conseguí pastillas para acelerarme y para calmarme, contraté a las tres mejores putas de cien dólares que pude conseguir. Volví, fui a la dulcería y expliqué: “Vengo por mi encargo”. Me entregaron mi bandeja de nueces en nogada; mordí la primera y sentí cómo los filamentos de azúcar se deshacían, como una estrella que deja escapar su luz. Y fui y le puse los electrodos en la cabeza rapada al doctor, apreté el botón y se quedó convulsionando, con una paletita en la boca, de fresa, de las que traen chicle en el centro. Regresé con las tres putas perfectas y las mamé, las mordí, les di nalgadas y les metí las vergas a las tres al mismo tiempo.

Regresé y me repitió:

—¿No crees que el infierno puedes ser tú mismo, solo, muchachito? —se acercó, me arrancó los ojos y me dejó soñando que estaba ciego, que me cortaban las vergas, que me quemaban el cráneo, que me cercenaban la lengua.

Y desperté, solo, en la cama, y la televisión seguía encendida.

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