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Después de tres años, le notificaron que le habían otorgado la libertad definitiva. La directora fue trasladada a otro lugar y nunca supo de ella. Pero, al recoger la orden de libertad, también supo que la habían retenido un año o fue interceptada. Constaba en un telegrama de aquellos con tiras pegadas en papel azul. Era de la directora dirigida al Director General de Prisiones en Madrid. El asunto: Concesión de libertad definitiva para el preso Mariano Ürtiz debido a su comportamiento. La respuesta afirmativa redimía el resto de los años. Y estaba firmada un año atrás. Nadie fue culpado.

Cuento

costurero portada

Imagen portada del libro
EL COSTURERO

Por María Sergia Guiral Steen

msteen@uccs.edu

—Especial de Culturadoor.com—

Día de publicación: 23- Julio- 2020

 

El salvamento de la directora de prisiones fue, para Mariano, la puerta hacia mejor vida. Estaba encarcelado por la política y en tiempos tan difíciles no se podía rechistar. De hacerlo se tentaba al diablo.

Fue durante un bombardeo de los ‘rojos’ cuando casi se hunde por completo la prisión de mujeres. Era un edificio con dos secciones y dos entradas: la cárcel de mujeres a la derecha, y la de hombres   a la izquierda, mal construidas, pequeñas y rebosantes de seres humanos. Todos condenados a muerte, o a treinta años y un día—eso del ‘día’ debía representar ‘más’—. Pocos, a corto plazo— como  diez años o así—.

—Lozano. El váter está limpio y se puede beber agua. Llévate una cuchara.

Se avisaban de las condiciones de los urinarios porque era el único lugar de satisfacer la sed cuando no salía agua o las tuberías se habían reventado por el frío. En cuanto a la comida, las eternas judías o lentejas llenas de gusanos y el arroz. Para primero un caldo sin sabor con un trozo de pollo bailando.

Lo peor llegaba con los juicios. Eran esporádicos: con un juez falangista, sin juez, con solo un fiscal, o a dedo. Muchos, sin esperar el momento, hacían una carrerilla corta, arremetían contra la pared y se sacaban los sesos. Mariano, no. Tenía mujer y tres hijos esperándolo afuera sin medios, sin casa, a expensas de quien los pudiera o quisiera acoger.

La mujer había llegado del pueblo, donde nació el menor sin tener a su padre presente. Los primeros momentos de la confrontación, dicen, fueron de tragedia. La policía iba por las casas a detener a aquellos sospechosos de subversión o simplemente estaban contra el ‘régimen’ o había alguien que los acusaba ‘de algo’, alguien con carnet falangista o una camisa azul. Eso le pasó a Mariano que sin verlo ni creerlo, salió un buen día de su casa a tomar un café y durmió en un calabozo de comisaría. Dos de la policía secreta se personaron en su domicilio.

—Buenas tarde. ¿Está el Sr. Ortiz en casa?

La suegra abrió la puerta y les dio la pista.

—Acaba de ir a tomar café con su cuñado. Están en “El café de Levante”.

 

Ya no volvió a casa. Se le acusaba de haber apoyado al enemigo. Y que estaba contra ‘la Cruzada’. Que había sabido y no había denunciado a compañeros republicanos que traficaban con seres  humanos para pasarlos al otro lado y, de paso, los mataban en la frontera, quedándose con su cartera. En fin, todo se reducía a falsas acusaciones propias del momento. De fondo la envidia: el mal nacional.

En pleno día aparecieron aviones de los ‘rojos’ —así se denominaba a los republicanos— y sin saber por qué bombardearon ciertas posiciones de su interés. En realidad, el frente estaba situado a pocos kilómetros y les era fácil llegar en una hora y volver. Aquel día le tocó a la cárcel de mujeres. No había camaradas de altura, pero sí, al lado, en la de hombres: un jefe de policía, un médico ateo, el último director de prisiones y algún otro.

Los aviones empezaron a pasar, una vez y otra, muy bajos, buscando el lugar de los fusilamientos a mansalva que se hacían en las tapias del cementerio próximo. Lo malo es que caían casi todos: los presos y los demás. La segunda ronda de bombardeos le tocó a la cárcel, principalmente a la de mujeres. La ocasión fue más que propicia para escapar y esconderse en casa de alguien o pasar la frontera cercana. Puertas y paredes quedaron derrumbadas. Muchos se fugaron.

Mariano, vestido con su mono azul de preso, se quedó.

—¡Socorro! Gritaban hombres y mujeres.

Los gritos le pudieron mucho. Se les oía bajo tabiques, piedras, pilas de hierro. Estaban heridos o casi muertos. Empezó a ayudar,  a levantar paredes, y a darles agua a muchos que no podían ni hablar. La mayoría eran mujeres con brazos rotos, piernas despegadas sangrando, cabezas con los sesos abiertos o quienes se sostenían el estómago para que no se saliera.

¡Por favor, ayúdeme! Se le oyó decir a alguien. Tenía un tabique encima del cuerpo.

—No se mueva. Le dijo.

—Por favor que…

—Voy a tratar de levantar lo que tiene encima. No sé si podré.

¡Sálgase como sea!

Y pudo, con la ayuda de una pala fuerte. Era una mujer ya mayor que tenía sangre seca por la frente, por el pelo y el pecho, aunque no estaba muerta. Se arrastró fuera del tabique cuando lo levantó por apenas un minuto escaso. Luego le ayudó a sentarse en

 

el suelo y esperar a que algún camillero de los que habían aparecido se la pudiera llevar a la improvisada sala de urgencias.

Pasaron cuatro meses y un funcionario le comunicó que el di- rector de la prisión quería verle en su oficina. Malas noticias, se dijo. “Igual no me han conmutado la pena a veintiún años”. Todavía tenían el edificio desarticulado con paredes provisionales de ladrillos hechas por los mismos presos, que de alguna manera, aminoraban el frío de invierno que no les permitía dormir. Se debía a la falta de mantas y calor. Los reclusos se alineaban en el suelo, juntos uno al otro, para darse algo de calor humano. Y si alguien pedía moverse la línea de hombres tenía que hacerlo al unísono.

Llegó a la puerta con calma, esperando lo peor.

—¿Es usted Mariano Ortiz?

—Para lo que usted mande.

—La directora de la prisión de mujeres quiere verlo. Tome este pase y vaya a su despacho.

Y algo intrigado se fue de inmediato con gran curiosidad para ver qué quería.

El pase le resolvió el problema de movilidad tan riguroso en aquel momento.

—Con permiso. Me manda el director de la prisión de hombres, le dijo a la mujer.

—Ha pasado algún tiempo pero lo reconozco. Usted me salvó la vida. Di su descripción y han tardado bastante en localizarlo. Lo que facilitó su identificación fue que se ofreciera a prestar ayuda a la gente en lugar de huir. Es posible que no me reconozca. Me sacó de debajo del tabique y he pasado cuatro meses en la enfermería.

—Pues a sus órdenes. Sí, ya ve, no pude irme. Tuve la suerte de salir ileso. Aquello era algo serio de ver.

—¿Qué puedo hacer por usted, Mariano? Quiero ayudarle en lo que sea.

—Me coge de sorpresa, pero tengo mujer y tres hijos, casi sin hogar.

No los he visto desde que entré, hace siete meses.

—¿Y de qué se le culpa? ¿Cuál es su condena?

—Creo que es de ayuda a la rebelión, señora. Yo no he ayudado  a nada. Un compañero me ofreció pasarme al otro lado porque yo soy republicano.

—Son tiempos difíciles Mariano. Usted ha demostrado buena voluntad y se merece una recompensa por mi parte. Dígame cómo pue-

 

do mejorar la vida de su familia.

—Con el racionamiento no le llega para cuidarlos.

—¿Puede su mujer o hijo llegar hasta la verja y preguntar por mí?

—Tengo uno de nueve años y es muy listo. Se llama José.

—Tome este pase y cómo pueda mándeselo y dígale que cuando llegue a la puerta de mujeres, se nombre como hijo de Mariano Ortiz. Le voy a procurar aceite y arroz cada mes. A usted le buscaré un destino.

¿Sabe de números?

—Pues sí. Estudié contabilidad.

Y así fue cómo la familia no tuvo que retorcerse el estómago con aceites de sabor repelente que corroían estómagos e intestinos. Maria- no organizó el economato para las dos partes de la prisión. Al mismo tiempo se impartieron clases para pasar el tiempo, estar ocupados y aprender. Había maestros titulados y licenciados que podían enseñar cualquier cosa. Las familias les procuraron libros. Las clases eran de idiomas, otras de contabilidad y de historia.

Después de tres años, le notificaron que le habían otorgado la libertad definitiva. La directora fue trasladada a otro lugar y nunca supo de ella. Pero, al recoger la orden de libertad, también supo que la habían retenido un año o fue interceptada. Constaba en un telegrama de aquellos con tiras pegadas en papel azul. Era de la directora dirigida al Director General de Prisiones en Madrid. El asunto: Concesión de libertad definitiva para el preso Mariano Ürtiz debido a su comportamiento. La respuesta afirmativa redimía el resto de los años. Y estaba firmada un año atrás. Nadie fue culpado.

Así funcionaban las cosas. Encontró un trabajo a través de los proveedores del economato que había regido y con la alegría de todos, volvieron a su tierra. Todos conocían a Mariano y la guerra había terminado.

Y así fue como tarde, pero a tiempo, José pudo continuar con la escuela y luego pasó a la universidad. Mariano tenía ahora un solo ideal: educar a sus hijos.

 

El Costurero

Cuentos

144 páginas. Serie Imaginación. # 16.
Turlock, California, USA. Editorial Orbis Press, 2016. Primera Edición.
ISBN: 1-931139-77-6

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